DOCUMENTO
EN PROCESO DE REVISIÓN Y ENMIENDAS PARA LA ASAMBLEA FUNDACIONAL DE PLATAFORMA
DEMOCRÀTICA PER CATALUNYA (PDxC)
IZQUIERDA
BURGUESA, IZQUIERDA RADICAL E IZQUIERDA NACIONAL
PREÁMBULO
No busquemos el misterio del judío
en su religión, sino busquemos el misterio de la religión en el judío real.
¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés
egoísta. ¿Cuál es el culto secular practicado por el judío? La usura. ¿Cuál su
dios secular? El dinero. Pues bien, la emancipación de la usura y del dinero,
es decir, del judaísmo práctico, real, sería la autoemancipación de nuestra
época. Una organización de la sociedad que acabase con las premisas de la usura
y, por tanto, con la posibilidad de ésta, haría imposible el judío. Su
conciencia religiosa se despejaría como un vapor turbio que flotara en la
atmósfera real de la sociedad. Y, de otra parte, cuando el judío reconoce como
nula esta su esencia práctica y labora por su anulación, labora, al amparo de
su desarrollo anterior, por la emancipación humana pura y simple y se
manifiesta en contra de la expresión práctica suprema de la autoenajenación
humana. Nosotros reconocemos, pues, en el judaísmo un elemento antisocial
presente de carácter general, que el desarrollo histórico en el que los judíos
colaboran celosamente en este aspecto malo se ha encargado de exaltar hasta su
apogeo actual, llegado el cual tiene que llegar a disolverse necesariamente. La
emancipación de los judíos es, en última instancia, la emancipación de la
humanidad del judaísmo.
(Karl Marx)
La patente situación de colapso político, moral y
socio-económico que se está viviendo desde el estallido en 2008 de la llamada
burbuja financiera, invita a reflexionar a todas las personas, pero
singularmente a aquellos ciudadanos que se sientan comprometidos con el futuro
de Europa. Urgen propuestas rigurosas que vinculen nuestro sentimiento del
deber. Éstas reclaman, a su vez, los oportunos marcos asamblearios de debate y
actuación. El presente documento debe entenderse como un paso adelante en ese
sentido.
¿Por qué una izquierda nacional? En la política, lo nacional y lo social se
han concebido hasta el día de hoy como ideas contrapuestas e incompatibles
representadas por los llamados “partidos de la alternancia”. Se estaría forzado
a elegir entre el uno o el otro, de manera que el "pueblo de la
nación", ora bajo el concepto de pueblo (si triunfa la derecha), ora bajo
el concepto de nación (si lo hace la izquierda), pierda siempre las elecciones.
Semejante fraude debe ser denunciado.
La nación
y el pueblo no se oponen, sino que se identifican. Por un lado, toda
política nacional debe ser necesariamente social; un patriotismo que aplasta a
su propio pueblo (y ésta ha sido la eterna historia de la derecha) no merece el
nombre de popular o nacional. Por otro lado, la política social es sólo una
forma de contribuir a la dignificación de la nación; cuando lo social consiste
en la negación de la nación (y ésta ha sido la eterna historia de la
izquierda), entonces es al pueblo al que se ataca y no puede seguir hablándose
de socialismo. Del enérgico cuestionamiento de la impostura oligárquica que se
esconde tras la falsa dicotomía entre lo nacional y lo social brota la joven
idea de
la izquierda nacional: un
proyecto político que se compromete a promover los intereses morales y
materiales de los trabajadores en tanto que sustancia humana de una nación
milenaria.
La izquierda nacional no se concibe a sí misma, empero, como una mera
alternativa electoral, recetario de propuestas económicas más o menos
socializantes e incluso como un régimen político de recambio. Será todas esas
cosas, por supuesto, pero sólo porque
pone su meta última en fijar un canon
antropológico que, frente al individualismo burgués, permita superar el modelo
anglosajón de society
vigente y construir la comunidad del pueblo de carácter nacional y popular.
Tamaña mutación axiológica entraña que los valores hedonistas y eudemonistas
(que absolutizan
como fines últimos de la vida el bienestar y la
felicidad y que se articulan entorno al fenómeno del “consumo”) se subordinen a
otro valor fundamental, a saber, la verdad racional, condición de posibilidad
de todas las conquistas históricas de occidente.
La
verdad racional representa así el valor ético supremo del que, según la
izquierda nacional, debe emanar la recuperación de la auténtica memoria
histórica y la regeneración de la nación, rigiendo no sólo en la academia y la
ciencia, sino en el resto de las instituciones públicas; también, pero aquí ya
de forma libremente elegida, en la vida privada de las personas.
Valores son aquéllos principios que definen la identidad de un
proyecto político. Los
programas pueden y deben cambiar cada cuatro
años. Las
ideologías (estructura del Estado, modelo económico, marco
comunitario, etc.) tienen también fecha de caducidad, aunque de dimensión
secular. En cambio,
los valores son
constitutivos e irrenunciables.
Es necesaria, en un movimiento de estas características, la producción de
textos que reflejen y de órganos
que amparen dichos principios ante las
inevitables compulsiones oportunistas de la estrategia y la táctica. El
manifiesto de un proyecto político de pretendidos alcances históricos debe así
reflejar sus valores sin hacer concesiones al
marketing
electoral.
Conviene aclarar que cuando hablemos de la verdad como valor ético no nos
referiremos a un contenido doctrinal concreto, sino a la pauta de conducta
formal de la persona o grupo que acepta acatar en cada caso lo verdadero aunque
entre en conflicto o perjudique sus intereses, inclinaciones, gustos, creencias
u opiniones. Según el liberalismo, los valores son subjetivos y, por ende,
relativos;
el relativismo moral se
convierte en el terreno abonado para que los conceptos-límite del mercado
(individualismo, utilitarismo, hedonismo) se impongan de manera incontestable
en nombre de una “libertad” que se reduce en el fondo al arbitrio abusivo de
los grandes poderes económicos y financieros. Pero
la verdad es un
valor racional, quizá
el único, y la doctrina liberal no puede
rechazar esta evidencia sin pretender que las razones esgrimidas en su
argumentación sean, ellas mismas, verdaderas y, por ende, vinculantes. Entendemos,
en consecuencia, que sólo desde una actitud humana básica, a saber,
el respeto a la verdad racional como valor supremo,
puede emprenderse el necesario proyecto de
reconstrucción
nacional,
que deberá adoptar una
postura estrictamente neutral en materia de creencia religiosa.
Nuestra idea de racionalidad, empero, es mucho más amplia y
profunda que aquello convalidado como “racionalidad” en las
sociedades liberales. Hoy día, en efecto, cuando hablamos de racionalidad,
damos por
supuesta la legitimidad de determinados valores
("bienestar", "felicidad"...) y la política, la
ciencia o la técnica se ponen a su servicio.
La
razón, entonces, deviene mero instrumento: sólo nos indica los medios
que debemos utilizar para hacer realidad estos fines ya prefijados. Pero
nosotros podemos reflexionar también
racionalmente sobre la legitimidad última de las escalas de valores
que orientan la conducta social y las consecuencias que aquéllas tendrán para
la nación, el entorno natural y los pueblos con que compartimos el planeta.
La racionalidad que reivindicamos, pues, no es
únicamente una racionalidad instrumental, relativa a los medios, sino
también una racionalidad de los fines. La pregunta que cabe
hacer a partir de esta idea es, entonces: ¿sobré que valores puede construirse
una sociedad verdaderamente democrática? Consideramos que este valor sólo puede
ser la “verdad racional”.
La palabra "verdad" (ética), de esta manera formalmente definida
por oposición a lo “verdadero" (ciencia), expresa:
(a) un
principio normativo, porque, como veremos, el simple respeto
de una ética fundada en la verdad racional que sancionara el fraude y la
impostura haría imposibles los fenómenos de descomposición social que se
critican en el presente manifiesto;
(b) un
principio metodológico e interpretativo de los hechos que se
exponen, es decir, el hilo conductor que nos permite recorrer escenarios
aparentemente dispersos o inconexos y tomar decisiones políticas coherentes;
(c) un
objeto de análisis, porque la verdad, en occidente, trasciende
el ámbito subjetivo de la ética y del conocimiento científico desde el que se
emplaza el investigador u observador; constituye una
realidad objetiva institucionalizada de la cual dependen el
resto de las formas sociales de vida,
singularmente
las instituciones políticas (democracia parlamentaria) y económicas
(tecnociencia). De ahí que la defraudación de la verdad en la esfera
privada, en forma de inflación utilitaria, con la publicidad como correlato
discursivo de una hegemónica pauta de conducta mercantilista, se haya traducido
en el deterioro grave de los ámbitos públicos de actuación.
El manifiesto fija las directrices básicas para una crítica exhaustiva del
liberalismo triunfante, expresión ideológica contemporánea de la sociedad
capitalista burguesa que derrotó, en el siglo pasado, a sus adversarios
comunistas y fascistas, imponiéndose así en todo el planeta como pensamiento
único.
Dicha crítica, ya lo hemos visto, se
despliega desde una determinada posición de valores, a saber, la verdad racional,
ilustrada y científica. Pero también el liberalismo se quiere a su vez
fundamentado desde el punto de vista moral. Ahora bien, ¿cuáles son los valores
de la sociedad burguesa que sustentan la doctrina liberal? Los propios
filósofos cimeros del liberalismo se han expresado con harta claridad. Por
ejemplo, el más representativo, Adam Smith:
"Todas las instituciones de la sociedad (...) deben juzgarse
únicamente según el grado en que tienden a promover la felicidad de quienes viven bajo su jurisdicción. Ésa es la única
utilidad y el único fin."
y Jeremy Bentham:
"Puede afirmarse que el hombre es partidario del principio de
utilidad cuando la aprobación (o desaprobación) que manifiesta frente a una
acción o una medida está determinada por (y es proporcional a) la tendencia que
ésta tiene -según él- a aumentar o disminuir la
felicidad de la comunidad."
Será el mismo Bentham quien perfile todavía con mayor exactitud la elección
moral básica del liberalismo al reconocer de forma explícita que cuando habla
de felicidad se refiere concretamente al
placer. Placer y
dolor serían, en efecto, los amos soberanos del hombre pues “sólo ellos
indican lo que debemos hacer y determinan lo que haremos” (J. Bentham). La
crítica del liberalismo debe, por tanto, articularse en primerísimo lugar como
crítica
de los valores burgueses. Un cuestionamiento de la doctrina liberal que
omita sus raíces axiológicas constituye un engaño que deja intacta la sustancia
humana de la "sociedad de consumo". Estaríamos ante montaje
electoral que sustituye una opción ideológica burguesa por otra de distinto
empaque intelectual pero idéntico contenido moral-existencial.
La subordinación de los valores a la verdad racional no significa que se
“niegue” la “felicidad” o cosa por el estilo.
Aquello
que se cuestiona es que, en el ámbito político y administrativo público, los
intereses de los individuos, de los grupos e incluso de la society
mercantil, se conviertan en coartadas para negar la realidad o mentir a los
ciudadanos, es decir, para manipular a la comunidad nacional; y
recházase también que la educación pública fomente otros valores prioritarios
que los valores comunes posibilitadores de la convivencia civilizada, a saber,
los valores racionales y, por tanto, la verdad. Pero la felicidad continúa
siendo un valor,
aunque no, desde luego, el "valor supremo", el
fin último o el criterio inapelable de las decisiones políticas.
La auténtica izquierda nacional abandona de buen grado al ámbito privado las
opciones de valores subjetivas, estéticas y doctrinales, incluidas las
“creencias religiosas”, siempre que no entren en conflicto con los legítimos
intereses del Estado en tanto que autoconciencia de la nación. Frente a esta
postura, el liberalismo, en primer lugar, ha convertido los valores burgueses
en un contenido moral de obligado cumplimiento, cuyas plasmaciones históricas
son la "sociedad de consumo", es decir,
el “paraíso” o “reino de Dios” secularizado -y con él la
compulsión oficial a ser "felices"-; y, en segundo lugar, ha impuesto
por ley el "antifascismo", religión cívica mundial que eleva el
Holocausto a la categoría de
infierno
secularizado, al tiempo que ignora, hasta hacerlos desaparecer del
relato histórico oficial, el exterminio masivo de cientos de millones de
personas en el altar de los valores hedonistas: unos en el
gulag y la
cheká
y las hambrunas planificadas (estalinismo, maoísmo), otros como
consecuencia también de la hambruna, pero esta vez secuela del saqueo
despiadado y sin límites que sufre el Tercer Mundo a manos del capitalismo
financiero. Sin olvidar las tempranas atrocidades de masas del propio
liberalismo, cuyo paradigma es la historia de los Estados Unidos de
América: desde el genocidio de los pobladores autóctonos hasta la bomba
atómica, pasando por la esclavitud negra, con decenas de millones de víctimas
impunes. Este contexto irracional, que trata de legitimar como algo “no
comparable” al Holocausto estos crímenes de
lesa humanidad, explica la
caza de brujas que caracteriza el creciente ejercicio inquisitorial de lo
"políticamente correcto". Trátase no sólo de un tema político, sino
de una honda directriz sometedora que gira en torno a los valores, es decir,
que pretende imponer a los ciudadanos, mediante la propaganda y la coacción
legal, la respuesta a la cuestión siempre más importante para las personas
educadas:
el sentido de la existencia humana.
La evidencia de que la clase política dirigente actual, responsable última
del crack de 2008, no pretende enmendarse, sino sólo adherir parches
superficiales a profundísimas fisuras morales que penetran en los fundamentos
mismos del sistema y que, por este motivo, requerirían en realidad cambios
estructurales en nuestro modo de vida, plantea, en primer lugar, la exigencia
de una ruptura con el actual modelo de régimen político hacia una mayor
democratización, participación ciudadana y transparencia de las
administraciones públicas.
La implementación de este auténtico “impulso democrático” no puede
limitarse, empero, a meras medidas legislativas, sino que reclama un compromiso
personal que sólo puede provenir de un movimiento político inspirado por la
pasión ética y, más concretamente, por el amor a la verdad. Los miembros y,
singularmente, los dirigentes de la izquierda nacional, habrán de experimentar
una conversión de valores que los perfile como referentes morales ante la
comunidad del pueblo. Y el valor central de esa mutación espiritual deberá ser
la veracidad o, lo que es lo mismo, la prohibición ética taxativa de la
mentira, la defraudación o engaño colectivos y la manipulación
informativa.
La palabra "izquierda nacional", antes que un “partido”, mienta
primordialmente el proyecto del movimiento que hará suya esta exigencia y la
llevará a la práctica más allá de las declaraciones verbales. ¿Cómo? Aplicando
con rigor institucional renovado el
principio asambleario en su
estructura organizativa y garantizando la efectividad disciplinaria de un
código deontológico.
Éste puede llegar a
afectar al político defraudador aunque se trate del mismísimo dirigente de la
izquierda nacional.
Hemos de ser conscientes, en este sentido, de que la mera alternancia
electoral derecha-izquierda no va a traer como tal nada nuevo.
El propio modelo burgués de “partido”, en cuanto
presunto mecanismo institucional de recodificación de la soberanía popular en
términos de decisiones políticas concretas, está agotado y sólo sirve, y ha
servido siempre, a las oligarquías que lo financian y sostienen. La
gravedad de la coyuntura reclama una refundación de las instituciones que vaya
más allá de las palabras grandilocuentes y concrete las medidas de todo tipo
susceptibles de atajar la
corrupción
estructural del estamento político profesional burgués, cuyos
representantes actuales, sin excepción, deberán abandonar la vida pública.
Actuar de forma responsable significa, dicho brevemente, analizar la crisis en
todas sus dimensiones, además de la
económica, detectar sus causas
últimas y acuñar las posibles alternativas.
Ningún programa partidista a cuatro años vista será capaz por sí sólo de afrontar
unas contradicciones que afectan a lo más granado del ideario liberal de
oriundez anglosajona y, singularmente, norteamericana (
american way of life)
vigente en Europa. En consecuencia,
los
europeos debemos arriesgarnos a navegar hacia mares desconocidos como antaño lo
hicieran nuestros valientes antepasados, siendo así que pronto, muy pronto, ya
nada tendremos que perder. Las circunstancias nos fuerzan a dar por
muerto y finiquitado el proyecto de una sociedad individualista, materialista y
relativista de consumo que ha puesto de manifiesto su fracaso integral y que,
en estos momentos, amenaza seriamente con demoler los genuinos pilares,
milenarios y profundísimos, de la civilización europeo-occidental. Conviene
empezar a caminar por la senda de un proyecto político que construya los
pilares de un nuevo concepto de desarrollo moral, cultural y espiritual de la
sociedad desligado del dinero, pero vacunado al mismo tiempo de las habituales
fantasías que nutren las utopías humanistas laicas o religiosas. La respuesta a
este enigma es la verdad como principio ético e institución científica pero
también
política, la
auctoritas.
En este contexto dramático, bajo el impacto de la inmigración extraeuropea,
masiva y descontrolada, de las últimas décadas, con centenares de miles de
familias sin trabajo, el inminente colapso ecológico (cambio climático global),
los cotidianos escándalos de corrupción política, acompañados de intentos de
secesión y disolución de la nación, que se añaden a la amenaza del terrorismo
exterior o interior, no parece descabellado afirmar que es necesario movilizar
a la ciudadanía. Por este motivo, un grupo de trabajadores hemos decidido
redactar y hacer público el presente manifiesto, que se ha concebido partiendo
de los postulados axiológicos o de valores expuestos hasta aquí.
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MANIFIESTO
El judaísmo alcanza su
plenitud con la sociedad burguesa, pero la sociedad burguesa sólo llega a su
plenitud en el mundo cristiano. Sólo bajo el dominio del cristianismo, que
convierte en relaciones puramente externas al hombre todas las relaciones
nacionales, naturales, morales y teóricas, podía la sociedad burguesa separarse
totalmente de la vida del Estado, desgarrar todos los vínculos genéricos del
hombre, suplantar esos vínculos genéricos por el egoísmo, por la necesidad
egoísta, disolver el mundo de los hombres en el mundo de los individuos
atomizados que se enfrentan los unos contra los otros hostilmente. El
cristianismo ha surgido del judaísmo. Y ha vuelto a disolverse en él. El
cristiano era desde el principio el judío teorizante; el judío es por ello el
cristiano práctico y el cristiano práctico se ha vuelto de nuevo judío.
(Karl
Marx)
Las herramientas políticas del proyecto de izquierda nacional son
los partidos federados Plataforma
Democràtica per Catalunya (PDxC) e Izquierda Nacional de los Trabajadores (INTRA), los cuales han
de ser capaces de salvaguardar, al mismo tiempo:
1/la
integridad de la unidad nacional
en el marco del Estado;
2/los
derechos sociales o laborales conquistados por los trabajadores a lo largo de décadas de
lucha sindical y política;
3/el imperio
de la ley como forma irrenunciable de articulación institucional de
la soberanía popular democrática. Deben, empero, ir mucho más allá.
La
supervivencia de la nación hispánica y de su paisaje, la preservación de la dignidad de los trabajadores y
de la idiosincrasia de los pueblos, realidades puestas en jaque por la
erosión combinada de la descomposición político-moral del Estado y
el postulado del mercado mundial, representan sólo los puntos de partida
para una transformación más radical, una auténtica respuesta integral al liberalismo capitalista
burgués en la cual pretendemos abordar determinadas cuestiones axiológicas de
fondo, con las miras puestas en un modelo comunitario
de convivencia de nuevo cuño que deje atrás
tanto la sociedad individualista
basada en el contrato mercantil cuanto
la comunidad religiosa
tradicional basada en el dogma de fe.
Todas las cuestiones relacionadas con la verdad y la razón apuntan en este manifiesto a los conceptos precristianos de auctoritas y ἀλήθεια heredados de la civilización europea antigua a través de Grecia y Roma.
La crisis como quiebra existencial de los valores burgueses
La evidencia del cortocircuito sistémico es un hecho incontrovertible que la
clase política no puede ya ocultar a sus conciudadanos. Sin embargo, lo
que sí les oculta son las dimensiones
históricas de la mal llamada
"crisis económica" y las nulas perspectivas de
"recuperación" a medio y largo plazo. Aunque en los próximos años se
produzca algún repunte económico, el sueño del desarrollismo y del consumismo
sin límites está herido de muerte y los políticos nos manipulan
conscientemente cuando intentan hacernos creer que, en breve, todo volverá a
ser como era antes, es decir, una interminable orgía de derroche consumista.
El mundo irreal de la burbuja financiera ha desaparecido para siempre.
Nuestros ridículos politicastros mienten cada vez que abren la boca a fin de no
alarmar a la ciudadanía con el proceso de pauperización masiva que se avecina.
La realidad es que entramos en la fase terminal del
“Estado social y democrático de derecho” construido en la posguerra frente al
comunismo. Para Europa, este proceso se va a traducir en un
desmantelamiento del modelo pactista de "bienestar" (sin renunciar,
empero, a su retórica) y en una regresión social generalizada que castigará a
las clases trabajadoras, aumentando las diferencias entre ricos y pobres hasta
extremos que sólo el pueblo, con su acción político-sindical de defensa
organizada, decidirá hasta dónde consiente que lleguen.
Este panorama puede que se antoje poco “optimista”, pero es lúcido y
quienes hayan aprendido la lección del pasado deberán empezar a reflexionar si,
en lugar de una “sociedad de consumo” basada en la manipulación publicitaria
comercial, cultural y política (
marketing), aquello que en realidad
valoran, como personas, trabajadores y personas, es una auténtica democracia
social cuyos niveles materiales de vida, siendo suficientes, no comporten la
pérdida de la dimensión existencial patriótica y comunitaria, el envenenamiento
del ecosistema, la inoperancia de la educación pública, la debacle de la
institución familiar, la mercantilización de la cultura y, en general, el ocaso
de aquéllos valores que hacen de la existencia humana una vida merecedora de
ser vivida.
Los trabajadores luchamos, pues, por unas
condiciones sociales irrenunciables, pero, ante todo, por nuestra dignidad
como colectivo depositario de los principios éticos inherentes a la
civilización. De ahí que reclamemos tanto un nuevo modelo de Estado de
derecho donde la división de poderes sea real, no ficticia y, como, en
consecuencia, una política basada en la verdad que deje atrás décadas de fraude
y cínica opacidad informativa por parte de los políticos profesionales
culpables del desastre.
La crisis, además de económica, es, efectivamente, una crisis política que
afecta a la credibilidad de las instituciones “democráticas” y al modelo
burgués de convivencia en general, o sea, a la
society mercantil. El
abstencionismo electoral crece y es el único “partido” que gana las elecciones
con porcentages del 40 y hasta el 50% de los electores.
En medio del campo de ruinas y devastación de unas organizaciones
partidistas tradicionales en las que ya nadie confía, proliferan como hongos de
la política los oportunistas, los demagogos y los iluminados ultraderechistas,
en algunos casos auténticos analfabetos funcionales que sólo intentan pescar en
río revuelto de la crisis. Parece llegada la hora de vender fórmulas
milagrosas a las masas desesperadas, pero no otro es el caldo de cultivo de las
tiranías históricamente conocidas.
Las promesas de felicidad constante y
asegurada mediante el consumismo masivo no sólo han generado nuestros actuales
problemas de colapso económico, institucional y moral, sino que amenazan con
provocar otros más graves todavía. El retorno de la extrema derecha (que
ahora tiene la desvergüenza de reivindicar los derechos de las mujeres frente
sexismo galopante de la ley islámica) es quizá ostensible, pero no el único
problema añadido.
La inmigración musulmana
representa la cabeza de puente de una operación de aculturación a largo plazo
enderezada a la pura y simple desaparición de Europa como forma de vida de
matriz grecorromana, es decir: como cultura racional, ilustrada y
democrática. Y no se combate un integrismo reaccionario con otro, como
la ultraderecha pretende; antes bien, islam e integrismo cristiano (o judío) constituyen
elementos equivalentes dentro del mismo proceso de regresión histórica
(desecularización).
Las raíces axiológicas de la corrupción política
Para la mayoría de los ciudadanos, a saber,
los trabajadores que configuran el núcleo demográfico y moral de la
nación, el estamento político está formado por una camarilla
endogámica de vividores sin escrúpulos. Corruptos, incompetentes y criminales
nutren tamaña "casta" abyecta. Ésta sirve a los intereses de
los grandes capitales que la financian y ha bloqueado, en el seno de sus
respectivos partidos, los mecanismos de control popular, impidiendo que las
bases ejerzan la fiscalización de los cargos a la que tendrían derecho en tanto
que depositarias de la soberanía. Sobre este supuesto oligárquico, existente
de
facto pero nunca reconocido (porque pondría en evidencia la oculta clave
de bóveda del sistema, a saber, el control y la distorsión alevosa de la
información),
propágase como un cáncer la
corrupción en el seno de los partidos, los sindicatos, los ayuntamientos y en
el resto de las instituciones públicas, que incluyen los parlamentos y
gobiernos estatales, locales o autonómicos.
Son éstos hechos ya reconocidos por los
ciudadanos, al menos de manera difusa; pero aquéllo que no se acostumbra
a captar con la deseable claridad y distinción es que existe una relación
necesaria entre la corrupción política y el sistema de valores imperante en
nuestra vida cotidiana, es decir, en el seno de la sociedad burguesa. No nos
debe sorprender, en suma, que los políticos utilicen su poder para
enriquecerse; derecha e izquierda burguesas se han reconciliado en ese crisol
axiológico que ha sido el "bienestar" entendido como sentido
posesivo, hedonista e individualista de la vida.
La crisis representa ante todo, por tanto, la
quiebra existencial del tipo humano burgués; una figura que nos resulta
harto familiar, pero cuyos frutos letales empezamos a conocer sólo después
de décadas de excesos y fechorías sin límite, que incluyen genocidios, crímenes
de guerra y crímenes contra la humanidad. Aparentemente inocuas, tales pautas
de conducta egoístas se muestran ahora como tóxicos morales de efectos lentos e
irreversibles para instituciones básicas como la familia (caída en picado de
las tasas de natalidad, 50% de divorcios), la educación (fracaso escolar
masivo) y el trabajo (absentismo, paro, improductividad). Los políticos son,
empero, quienes han dado el ejemplo social por antonomasia con la
más reprobable hipocresía a la hora de aprovecharse de las instituciones.
Existen, en efecto, además de la corrupción política, otras lacras derivadas
del modelo burgués predominante a escala social. El fracaso del sistema
democrático, la falta de transparencia institucional, la incompetencia
escandalosa, la devastación ecológica del planeta, la regresión cultural
fundamentalista-religiosa, el colapso educativo, etc., son algunas de ellas,
como veremos. Ahora bien,
aquello que interesa subrayar aquí en este
momento es que todas las lacras mencionadas implican la mentira, el engaño, la
manipulación y la opacidad informativa, es decir, la negación de la verdad
racional. Porque la verdad, en el sistema liberal, aparece siempre
subordinada a los intereses del “hombre”, en realidad, al “sujeto del capital”
accionado por el mecanismo irracional de la acumulación infinita, en pos de no
se sabe qué “paraíso social” que nos esperaría al final de la historia y como
culminación del “progreso”.
No obstante, para
una sociedad basada en la tecnología y, por ende, en la ciencia; sustentada,
asimismo, en un sistema político que, coherentemente con lo anterior, debe ser
democrático a fin de que la información veraz con carácter vinculante pueda
circular sin obstáculos allí donde la administración pública pretenda operar de
forma eficiente, la subordinación de la verdad al "deseo", es decir,
a las pulsiones del “beneficio”, sólo podía provocar el cortocircuito funcional
sistémico, como efectivamente ha sucedido.
De la corrupción a la incompetencia
Los ciudadanos conscientes y decentes cuentan en teoría con la posibilidad
de fundar partidos políticos para dirigirse al conjunto de la sociedad y luchar
contra la degeneración moral de los políticos profesionales, pero la realidad
es muy distinta de la proclamada en los textos legales: el sistema ya tiene
dispuestas las correspondientes válvulas de seguridad a fin de evitar que “la
política” se les vaya de las manos a los poderes financieros y a los
oligopolios que realmente ejercen la dominación. La repercusión electoral de
las siglas de un partido depende, en efecto, de la presencia del mismo en los
medios de comunicación, la cual, a su vez, responde a los intereses económicos
de las grandes empresas periodísticas. Son las televisiones, las radios y los
diarios o prensa escrita en general, los que deciden qué opciones políticas
cuentan o no cuentan, y cómo, ante la opinión pública que habrá de dirimir el
voto. De manera que la financiación bancaria de las organizaciones y su
dependencia de compañías privadas de publicidad o de comunicación, hace
imposible que un proyecto político contrario a los poderes oligárquicos pueda
desarrollarse, si no es con graves dificultades, en el actual marco pseudo
democrático. Una vez más, vemos que es "el poder de la
mentira" la que yérguese como factor determinante.
La información ha sido colonizada por el dinero.
La
oligarquía apátrida es el enemigo político absoluto de la
izquierda nacional. Nuestras “democracias” son una estafa;
constituyen redes mafiosas plutocráticas que compran a los partidos políticos
parlamentarios para que representen los intereses del gran capital (bancos,
entidades de crédito y fondos de pensiones, multinacionales, grandes compañías
energéticas, etc.) y sustenten los dogmas intangibles de las instituciones
financieras (el estrato capitalista hegemónico) al servicio de
la extrema derecha sionista. Los
oligarcas promueven a los políticos profesionales con sus empresas mediáticas y
les financian con sus bancos a cambio de obediencia lacayuna. No sólo
prostituyen la información poniéndola al servicio de la ya mencionada opacidad
estructural, sino que sus televisiones contribuyen decisivamente a que los
políticos corruptos se instalen en las instituciones públicas y las utilicen
para negocios privados.
El denominado “sistema democrático” detesta la participación ciudadana, la
cual implica una fiscalización de las actividades defraudadoras, al
contrario, la impide y disuade: reclama sólo cada cuatro años el voto de una
masa manipulada.
El recurrente e impúdico
"secuestro" oligárquico de la soberanía popular resume la realidad
del actual aparato político de dominación pública a escala planetaria.
La ineptitud política generalizada es la consecuencia de un sistema social
basado en el imperio de la alta finanza, en la manipulación de los medios de
comunicación y en la traición sistemática a los intereses de la mayoría
social-nacional en provecho de una minoría oligárquica ayuna de pueblo y
patria.
No es que existan políticos corruptos, es que el sistema liberal se
basa todo él en la corrupción y expulsa fuera de sí a los políticos honestos
que se nieguen a mentir. La corrupción sólo es posible como efecto querido
del silencio cómplice y embustero del grueso de la
casta política que,
aunque no violara ninguna ley según los parámetros normativos que ella
misma ha establecido, se beneficia de unos privilegios que, en una democracia
real y fundada en el imperio de la razón, deberían ser tenidos por inmorales y
fulminantemente abolidos.
El problema de la verdad constituye el hilo
conductor para la comprensión de la crisis de 2008, pues otro tanto cabe
afirmar respecto de la excelencia y la capacidad: al primar la fidelidad a los
poderes fácticos, es decir, la canallesca disposición a la mendacidad en la
promoción de los políticos, de los gestores públicos y de los funcionarios, son
auténticos buscavidas incompetentes quienes terminan controlando las palancas
del poder. Se trata de una selección en negativo que sólo permite a los
"peores" (intelectual y moralmente hablando) alcanzar la cima del
entramado partidocrático y administrativo. Pero, a la larga, un país moderno
construido sobre tales mecanismos podridos no puede funcionar. Los escándalos
judiciales que, a pesar de la vergonzante complicidad política de las fiscalías
y de los magistrados, estallan regularmente, han puesto en evidencia la bajeza
moral, pero también la incapacidad profesional y la ridícula ineficiencia de la
entera élite gobernante.
Mas tales lacras no son un azar fruto de la
natural limitación humana, sino la consecuencia necesaria de la
institucionalización consciente y deliberada del fraude como pauta de
conducta habitual y, con ella, de la falta de objetividad y neutralidad, de la
escandalosa ignorancia, de la picaresca con el dinero público, de la impericia
que conlleva promover a “recomendados”, en suma, del sometimiento de lo válido,
veraz y ética o legalmente debido, a los intereses del individuo o grupo que en
cada caso se lucra u obtiene más poder y prestigio con la decisión fraudulenta.
La crisis afecta a los pilares del régimen, porque los ciudadanos han
empezado a entender que las fechorías que desencadenaron el alud de la debacle
económica son las mismas que caracterizan a los políticos de todos los
partidos, quienes las consintieron y se beneficiaron de ellas de forma directa
o indirecta. Por este motivo, después de la alternativa en el sentido
ideológico, será necesario explicarle a la gente qué nuevo modelo de
organización y funcionamiento político se va a instituir para impedir que, en
el futuro, repítanse en el seno de la nueva izquierda nacional las prácticas
que han definido en el pasado a varias generaciones de profesionales de la
política. La respuesta a dicha cuestión son las
asambleas ciudadanas libres,
que han de operar como contrapeso institucional a los parlamentos, plenos
municipales, sindicatos, partidos o entidades ejecutivas análogas.
Además de una crisis monetaria y estadual, la de 2008, y esto casi puede
palparse en el espesor del ambiente fétido de nuestros días, es una crisis de
valores, una crisis moral de la
society que corroe todas sus
instituciones, sin excepción. La pauta utilitarista de conducta se ha extendido
a la sociedad desde la política entendida como "maquiavelismo", pero
su punto de partida en occidente es la matriz cultural de una determinada
concepción religiosa judeo-cristiana que experimenta la relación con lo sagrado
(las cuestiones últimas de la existencia) como un mero contrato mercantil:
"El dinero es el celoso Dios de Israel, ante el que no puede
legítimamente prevalecer ningún otro Dios. El dinero humilla a todos los dioses
del hombre y los convierte en mercancía. El dinero es el valor general de todas
las cosas, constituido en sí mismo. Ha despojado, por tanto, de su valor
peculiar al mundo entero, tanto al mundo de los hombres como al de la
naturaleza. El dinero es la esencia del trabajo y de la existencia del hombre
enajenada de éste, y esta esencia extraña lo domina y es adorada por él. El
Dios de los judíos se ha secularizado, se ha convertido en Dios universal. La
letra de cambio es el Dios real del judío. Su Dios es solamente la letra de
cambio ilusoria (...) El egoísmo cristiano de la bienaventuranza se trueca
necesariamente, en su práctica ya acabada, en el egoísmo corpóreo del judío, la
necesidad celestial en la terrenal, el subjetivismo en la utilidad propia."
(Karl Marx).
Lo humano mismo ha devenido negocio: la ciencia, la política, la fe, la
profesión, la amistad y hasta el matrimonio resultan contaminados a la postre
por la mentalidad del dinero, del lucro, del cálculo, de la ganancia...
Cualquier cosa, persona o actividad, para ser considerada importante o digna de
respeto, habrá de rendir alguna clase de beneficio (dividendos, instrumentos de
poder, orgasmos, diversión o salvación del alma) al “sujeto”, verdadera máquina
succionante de bienes.
La verdad por la verdad
misma carece de sentido en el contexto del modelo de vida burgués, a pesar de
que la sociedad moderna depende objetivamente del respeto a dicho principio.
La reflexión sobre la crisis debe llegar así hasta las últimas consecuencias
y cuestionar el tipo humano que la burguesía liberal capitalista ha convertido
en pilar de nuestro actual sistema económico y social.
Es este “paradigma antropológico” el que nos ha llevado al callejón sin
salida en el que nos encontramos como civilización. Se trata de alguien
preocupado exclusivamente por su "felicidad" privada y que concibe la
existencia en términos de utilidad y bienestar individuales, sin otro horizonte
histórico ante sí que la proliferación de propiedades, placeres, dignidades y
ventajas.
Más profunda y determinante incluso que el modelo de socialización burgués
es una opción existencial hedonista de raíces irracionales que coloca a dicho
"sujeto constituyente" y a sus necesidades materiales o simbólicas en
el centro del ser, que emboza la verdad de la existencia en aras de visiones
utópicas seculares de abundancia, ora individual, ora colectiva; que, en
definitiva, destruye el sentido del rigor en la vida humana y zambúllese en esa
fiesta permanente que quiere ser la “sociedad de consumo”, la cual sólo admite
como “alternativa” al materialismo económico ese otro materialismo
complementario de la
salvación del alma, garantía eterna de disfrute
religioso en un “más allá” o en el "reino de Dios" poblado por
los exclusivos beneficiarios de la "resurrección de la carne"
("pueblo elegido"). Pero aquél que miente en lo
fundamental, engañará también en todo lo demás.
La sociedad burguesa no es más que una cadena de
autoengaños que comienza en la decisión originaria de subordinar la verdad al
bienestar subjetivo (el “acto de fe”) y culmina en la denominada “magia de los
mercados” de la ideología bursátil, matriz antropológica del colapso económico
contemporáneo.
De la incompetencia a la criminalidad
Son también valores burgueses los que han inspirado y legitimado el
genocidio al que se hallan irremisiblemente vinculados tanto el liberalismo “de
derechas” como la izquierda tradicional marxista-leninista. Los peores crímenes
que la historia humana registra fueron aquéllos que se perpetraron en nombre de
la "felicidad del mayor número" y a la sombra del colonialismo
europeo, del imperialismo angloamericano y del totalitarismo comunista. Tales
han sido las causas “humanistas” de las atrocidades de masas de la izquierda
radical (y de sus cómplices) que aquí rechazamos y nos compelen a fundar
una
nueva izquierda y no sólo una izquierda nacional. Esta izquierda,
la nuestra, contempla con horror la masacre impune y debe reflexionar sobre sus
causas y motivaciones. ¿Por qué el maoísmo (responsable de cuarenta millones de
asesinatos planificados), el estalinismo, Dresde o Hiroshima no han sido nunca
juzgados? ¿Cómo pudieron aliarse los EEUU (capitalista) y la URSS (comunista)
en la Segunda Guerra Mundial? La palabra “mentira”, la manipulación de la
historia, se escribe aquí con letras de sangre. Pero la respuesta a esta
pregunta es una vez más la siguiente: entre el comunismo, que la clase política
actual condena pero sólo, por razones obvias, de forma harto tímida, y el
capitalismo liberal, existe un secreto hilo de conexión, un tesoro compartido,
a saber: los valores escatológicos irracionales.
El individualismo liberal es únicamente otra
variante de una visión del mundo antropocéntrica que preserva celosamente los
principios morales procedentes del bagaje religioso judeo-cristiano
secularizado, tronco común de la casi totalidad de las doctrinas políticas
modernas. La idea liberal de
"mercado mundial" en cuanto “final de la historia” representa así el
sustituto derechista de la profecía izquierdizante del paraíso en la tierra
tanto como ésta fuera a la sazón la secularización de un mesianismo religioso
cristiano (el “reino de Dios”) oriundo, en última instancia, del antiguo
Israel. Varias ideologías (comunismo, liberalismo, socialdemocracia,
sionismo) compitieron por el poder con el fascismo en el siglo XX, pero un solo
proyecto las sustentaba, a saber: el que fija como sentido de la historia la
realización de una sociedad donde todas las contradicciones, incluida la
muerte, habrán sido abolidas y reinará una “felicidad" sin sombras, como
la de los cuentos de hadas. Semejante ficción infantil o mito según el cual
todos las males del universo quedarán abolidos, autoriza siempre a mentir y
asesinar en nombre de un “bien absoluto” tan obligatorio e incontestable como
irracional -¿quién podría “oponerse” a dicho “ideal”?-, dibujando a la par en
su engañosa propaganda la imagen de un “goce” generalizado “para el mayor
número”.
Mas esta engañosa quimera se ha traducido, sin embargo, y no por casualidad,
en su contraria, a saber: en la devastación ecológica del planeta; en la
esterilización galopante (totalitaria o mercantil) del arte, del pensamiento y
de la ciencia; en la liquidación física asesina de segmentos enteros de las
sociedades premodernas (comunismo); en la esclavización, abierta o solapada, de
una parte de la humanidad precapitalista en beneficio de la minoría
metropolitana (colonialismo); en el genocidio impune (Hiroshima, Dresde, Kolymá);
en descaradas agresiones militares basadas en la mentira consciente (supuestas
armas de destrucción masiva iraquíes); en el asesinato legal de los no nacidos
(aborto); en la expulsión, extinción o desvertebración moral de los pueblos y
su sustitución migratoria (ingeniería demográfica y cultural); en la
falsificación del relato histórico; en la subordinación de cualesquiera
criterios morales, culturales y políticos a las exigencias de "crecimiento
económico", desarrollo cuantitativo y consumismo; todo ello legitimado por
la incontestable “utopía” soteriológica del “bienestar”, verdadero motor
ideológico del incremento constante del capital en cualesquiera de sus
versiones (calvinista, colonialista, capitalista, comunista, sionista,
neoliberal) conocidas hasta el día de hoy.
Rama anarquista del moderno "hedonismo pueril" ha sido la
"subcultura de la transgresión" basada en el consumo de drogas, quizá
la forma más desesperada y nítida de la masiva huída moderna ante la
verdad. Todavía hoy, la utopía libertaria complementa el individualismo liberal
burgués en el mundo del lumpenproletariado y nutre unas cárceles en perpetua
expansión con legiones de desgraciados drogodependientes, es decir, de
individuos sometidos a los efectos de diversas substancias químicas idiotizantes
que anticipan
ad hoc las sensaciones placenteras asociadas a la imagen
del “paraíso” (religioso o social); mito mil veces prometido pero nunca
realizado por sacerdotes y políticos, quienes explotan la difusión de esta
auténtica narración tribal de occidente siendo perfectamente conscientes de sus
consecuencias nocivas y hasta destructivas para la formación ética de la
juventud.
La doctrina hedonista penetra como "alegre esperanza" y
"amor" todas las manifestaciones culturales de la putrefacta sociedad
burguesa.
El significado heroico de
la tragedia griega nos resulta ya incomprensible. Los varones
europeos son como pequeñas rameras filosóficas que consideran verdadero o
válido un pensamiento porque les hace "sentir bien". Esta
peste axiológica penetra en occidente con el judeocristianismo y su
entronización de la esperanza. La droga esboza la caricatura del sistema de
valores vigente, su realización no aplazada y urgente, su
reductio ad
absurdum, y sólo por ello, a saber, porque su propia lógica expresa la más
profunda y devastadora necesidad, que no podría ser detenida de otro modo, es
decir, la verdad coherente y autodisolvente de la “sociedad de consumo” y de
los proyectos escatológicos religiosos que históricamente la precedieron, ha
tenido que ser prohibida por las autoridades, a la par que convertida en un
suculento negocio ilegal, estéticamente “transgresivo”, y factor de regulación
social para los grupos oligárquicos que la satelizan.
Otro tanto cabe afirmar respecto de la sexualidad. La transgresión sexual
promovida por la vieja izquierda radical ácrata con fines políticos de
desvertebración social e institucional se ha traducido en el desarrollo
comercial de fenómenos como la pornografía, la pederastia, el turismo sexual y
la prostitución infantil. La dinámica interna del relativismo hedonista había
tarde o temprano de conducir a la peligrosa generalización de este tipo de
prácticas, legitimadas por presuntos teóricos y doctrinarios del ideal
liberal-libertario, es decir, de las diferentes gradaciones o fórmulas del
individualismo derivado de la idea de un alma inmortal. La satisfacción del
deseo o el éxtasis sin límites resume su propuesta, harto funcional para un
"sujeto del capital" entregado a la renovación constante de objetos
de consumo que se lanzan al mercado espiritualmente envueltos por la
"ilusión" de la estúpida ideología burguesa moderna.
Una vez más, observamos que los valores de bienestar, felicidad, placer,
etc., y la negativa liberacionista a "reprimir” los impulsos, el cuestionamiento
de las normas en cuanto tales, en suma, la supresión de todo aquello que pueda
frustrar las pulsiones del “sujeto”, nos muestran la monstruosa faz del
antiprogreso “moderno”. La pregunta es, ¿hasta dónde aceptaremos de buen grado
descender por esta pendiente de humana descomposición? ¿Puede sostenerse a
largo plazo una civilización que no respeta ningún principio ético excepto el
carácter intocable de las apetencias individuales del consumidor-creyente
utópico-profético convenientemente comercializadas? Y ante el patente
desmoronamiento de las instituciones, ¿será la única alternativa la regresión
integrista religiosa que no sólo ha acampado ya a las puertas de occidente
(islam), sino que la propia oligarquía ha emprendido (ortodoxia judía, integrismos
cristianos) por su propia cuenta?
La primera obligación de una alternativa política a la "crisis" es
explicar que esta concepción del mundo entraña un criminal engaño; que el
mercado y su compulsión al consumo no puede erigirse en criterio último de las
decisiones políticas, porque pisotear sistemáticamente los principios morales y
los intereses de las instituciones sociales fundamentales tiene también, a la
larga, consecuencias corrosivas nada desdeñables; que el ciudadano de una
sociedad civilizada no puede concebirse a sí mismo como un perpetuo adolescente
obnubilado por sus “deseos”; que el planeta no soportará la liquidación de los
recursos naturales disponibles al ritmo que la sociedad burguesa los malgasta;
que es necesario, en definitiva, fijar límites jurídicos, éticos, políticos y
económicos de carácter racional a la dilapidación de riqueza material por parte
de la humanidad. La escasez es la determinación en virtud de la cual la
realidad, la verdad, se presenta hoy en el mundo de la economía en forma de
aquel aguijón que hiciera estallar en su día la burbuja financiera. Pero con
ésta explota también la burbuja mental de la sociedad espectacular, esa matriz
virtual cuya pantalla poblada de ficciones nos protegía frente al mundo real y
las barreras insoslayables impuestas a la “pulsión deseante”, resorte psíquico
de la maquinaria mercantil.
Por tanto, es menester, en primer lugar, institucionalizar un canon alternativo de
existencia humana auténtica, un entramado de normas infranqueables; en otras
palabras, necesitamos urgentemente un modelo educativo público anclado en
valores
racionales, siendo así que aceptar la idea de una
society
planetaria acuñada en el molde del paraíso consumista (el mercado mundial)
heredado de la religión, constituye un sueño infantil de la propaganda liberal
que puede costarnos muy caro como especie.
Ya fuimos, los trabajadores, estafados por el comunismo, ¿lo seremos ahora
por el liberalismo? Esto sería todavía más ridículo. Ha llegado la hora de la
verdad y tiene que haber políticos dispuestos a decir la verdad. La cultura del
espectáculo y los mitos publicitarios correspondientes tocan a su fin. La
sinceridad deviene presupuesto y principio supremo de toda acción cívica
honesta.
La verdad en tanto que pauta de
conducta lógica y fundamentada es el valor racional supremo y fija los pilares
ilustrados de una cultura ética de las instituciones públicas de espaldas a la
cual los efectos destructivos de la crisis no dejarán de propagarse y
ahondarse. Mas es esta exigencia de objetividad radical la que reclama
poner coto, de forma inmediata, al desarrollismo y a la devastación
ecológico-cultural, étnica y moral de la tierra.
Ahora bien, los trabajadores no debemos consentir que el desmantelamiento de
la “sociedad de consumo” y el descrédito de su caprichosa narrativa profética
arrastren consigo los avances del Estado social y democrático de derecho que
tanta sangre costó conquistar a nuestros padres y abuelos: se trata de
conceptos muy diferentes.
Para nosotros
trabajadores, nuestro deber consiste en liquidar un modelo basado en el saqueo
capitalista del mundo, en el hambre de los países pobres, en la destrucción de
la cultura, la ética, el paisaje, etc., no empero abolir por decreto la básica
justicia y los requisitos económicos que hacen posible una vida propia de
pueblos civilizados.
Cabe esperar que los políticos profesionales intenten darnos gato por liebre
y, mientras las oligarquías siguen revolcándose en el lujo más escandaloso y
obsceno, nos instarán a que seamos "razonables" y nos "apretemos
el cinturón". Pero no vamos a consentir este engaño y jamás entraremos
voluntariamente a vivir en las horrendas chabolas -materiales, mentales y
morales- que ya nos preparan los gestores franquiciados de la tiranía de Wall
Street. La erradicación del paradigma humano liberal no ha de suponer el
retorno a la barbarie industrial, a la explotación decimonónica salvaje de los
obreros, a los barrios hundidos en la delincuencia, sino que, por el contrario,
puede y debe traducirse en una mejora de la calidad de vida de millones de
trabajadores que no tendrán que arrastrarse por la existencia sometidos a
la presión del consumismo; que no vivirán ya encadenados a la ecuación
burguesa que iguala la respetabilidad y el estatus social de las personas (su valía
humana, en una palabra) a la capacidad simbólica de consumo reflejada en la
ostentación bien visible pero mendaz de objetos de lujo y hasta de marcas
comerciales concretas.
Reclamamos una dignidad
cívica y moral republicana de participación real en las instituciones
nacionales y democráticas, una justicia, la de los ciudadanos, que conlleva en
las dos direcciones (de máximos y de mínimos) ciertos umbrales materiales
infranqueables de desarrollo social, pero no, y ya nunca más, los valores
de una existencia consumista
La contradicción fundamental de la sociedad burguesa
Las directrices políticas que propone la izquierda nacional suponen así
siempre, aunque no la nombren explícitamente, la promoción de valores
alternativos a los de la burguesía socio-liberal (izquierda) y también, no lo
olvidemos, a los de la burguesía liberal-conservadora (derecha). Pero nuestra
postura no depende de una suerte de condena moral simple de la realidad en que
vivimos, sino de la cruda constatación de las contradicciones objetivas
insolubles que han estallado en el seno de la
society. Ésta, como un
charlatán de feria o un aspirante a tirano, promete la "felicidad" a
cambio de la sumisión adocenada del hombre-masa, pero genera el infierno en la
tierra. Pretende construir la “sociedad de consumo” sobre una base
tecnocientífica (la “sociedad de producción”), pero el desarrollo de la
ciencia, que es consustancial al progreso tecnológico, depende del respeto al
valor de la verdad y termina colisionando con las exigencias hedonistas
esgrimidas como discurso legitimador e interiorizadas de manera consecuente por
la mayoría de la población.
Esta contradicción se plasma de manera bien visible en el problema educativo
que corroe por dentro el mundo docente y convertirá los colegios e institutos
en reformatorios custodiados por guardias de seguridad. La evidencia es que el
desarrollo “democrático” y el crecimiento de las sociedades liberales y
multiculturales de consumo van acompañados de un desplome de los mínimos de
excelencia educacional y del aumento correlativo de los niveles de
delincuencia, con cárceles a rebosar y un sistema penitenciario en constante
situación crítica de
oberbooking.
En una
palabra, pese a la presunta mayor “riqueza” y “libertad” de la sociedad
burguesa, los estándares éticos e intelectuales de su juventud caen en picado.
¿Por qué?
La discordancia entre los imperativos de verdad y trabajo, que son
ascéticos, y las exigencias hedonistas de felicidad, bienestar y satisfacción
consumista sin límites, hacen imposible el funcionamiento de una estructura
institucional que será, cada vez más, una “sociedad de la información” o “del
conocimiento”, pero que en su forma burguesa actual no socializa personas y
ciudadanos capaces de estar a la altura de los imperativos de eficacia racional
que le son inherentes. De hecho, como hemos visto, carece de lo más básico: el
compromiso ético con la verdad, la racionalidad y la objetividad, pilar central
de todo edificio social moderno.
La “aporía moral” pudre, en primer lugar, el corazón de las propias élites
burguesas, las cuales devienen corruptas, viciosas, perezosas y estúpidas
(hasta el punto de buscar de nuevo su refugio existencial en las obsoletas
religiones monoteístas), pero se extiende luego como una plaga a las mayorías
sociales (telebasura), colapsando instituciones como la familia, la empresa, la
escuela, etcétera, cuyo funcionamiento normal no se puede sustentar, pese a la
propaganda, en un detestable hedonismo utilitarista que calcula a cada instante
el propio placer o ventaja como pauta de conducta habitual.
La contradicción política como crisis de legitimidad
La contradicción principal de la sociedad burguesa comporta, en primer
lugar, la autodestrucción de las apariencias de sistema democrático y su
transformación poco menos que chulesca en una gran oligarquía económico-política
explícita.
Los políticos se hacen ricos y los ricos, políticos. En el mundo de
la política observamos, en efecto, la colisión entre las exigencias de
transparencia, eficiencia, objetividad, diálogo racionalmente fundamentado y pretensiones de
veracidad que han de regir tanto en las instituciones políticas propiamente
dichas cuanto en sus apéndices administrativos estaduales, y los intereses
económicos individuales y grupales que son los que, en la realidad del mundo
capitalista, mueven en la sombra los hilos de la actividad parlamentaria, gubernamental
y administrativa.
La estructura misma de los partidos debería ser asamblearia para facilitar
la vehiculación de la información, la fiscalización de los liderazgos y la
renovación de las cúpulas; pero ya
ab ovo los partidos se articulan
de modo oligárquico, vertebrándose como mafias que controlan los
mecanismos institucionales y deciden por anticipado cuáles van a ser las
resoluciones de los órganos presuntamente soberanos.
Una vez convertido el
partido en juguete de una oligarquía interna, es muy fácil que la sigla
funcione como una dócil maquinaria de fabricación de votos y pueda ser puesta en
bandeja para ser vendida a la oligarquía financiera transnacional. De espaldas
a las bases, este “tinglado” utilizará las instituciones públicas cual
plataformas de negocio o de mera promoción personal en descarado comercio con
los poderes económicos.
La financiación ilegal (informes falsos, adjudicaciones públicas a empresas
del entorno oligárquico, etc.), las recalificaciones fraudulentas de terrenos
por parte de los ayuntamientos y otras fechorías relacionadas con el mundo
inmobiliario, son algunas de las fórmulas habituales de la corrupción
institucional. Ahora bien, las oligarquías de partido sólo pueden funcionar
mediante la manipulación de las bases. En otros términos:
tienen que mentir
siempre. Esta práctica genera, empero, ineficiencia y encarece hasta la quiebra
los costes de la gestión pública.
La esencia del liberalismo político vigente
consiste en la subordinación de la objetividad (también en materia económica) a
los denominados “intereses del partido”, en realidad las obscenas apetencias
del grupo que controla la marca electoral de turno y que podemos definir como
“testaferros del capital”.
Tales pretensiones se concretan a su vez en la negación del principio
asambleario y en la usurpación de la soberanía de los militantes, despreciados
como mera “masa borreguil”, por parte de la burocracia de la organización. En
definitiva,
la élite oligárquica utilizará sus prerrogativas subterráneas
enquistadas como relaciones de vasallaje, fidelidad y amparo mutuo de
individuos “leales a X” con el fin de renovar una y otra vez en sus cargos o
hacer peregrinar de un cargo a otro a unas personas cuya característica
fundamental es su voluntad de engañar para encubrir al "jefe" que las
protege. Los oligarcas, esencialmente ignorantes y corruptos, se han elegido de
antemano a sí mismos para mandar y nunca van a ceder el poder de buen grado
aunque, de manera más o menos regular, se renueven las caras de los
brutales
energúmenos que ocupan el primer plano.
La mafia oligárquica como tal es la que pone esos rostros en el cartel y los
seguirá poniendo hasta que se rompa el ciclo de reproducción del grupúsculo.
Será normalmente otro grupúsculo el que ocupe su lugar, pero no ocurriría así
si se respetaran los principios democráticos y la asamblea hiciera valer sus
derechos, formalmente ya reconocidos por la ley.
Los postulados asamblearios
resultan, sin embargo, pisoteados una y otra vez. ¿Por qué? Porque los valores
burgueses imperantes incluso entre los propios perjudicados impiden que una
asamblea pueda funcionar. No otro es el sentido del sistema oligárquico que,
extendiendo el modelo organizativo económico-comercial a la totalidad de las
instituciones públicas controladas por los partidos, desencadena la crisis de
la sociedad liberal. Ésta provoca a su vez la reacción totalitaria
(bolchevismo) y la respuesta, igualmente brutal, a dicha reacción (fascismo).
Conocemos el nuevo totalitarismo (islamismo), la ultraderecha del siglo XXI se
encuentra todavía en fase de gestación.
Sobre la base de esta doble usurpación descrita, a saber, la de la asamblea
del partido por su cúpula oligárquica y, en segundo lugar, la del partido mismo
por las élites económicas que lo financian e instrumentalizan, puede el sistema
dar los siguientes dos pasos en orden a la definitiva liquidación de la
democracia, a saber:
1/ la fundación de instituciones políticas que, como las de la Unión
Europea, sólo en una parte muy reducida y anecdótica son elegidas
democráticamente por los ciudadanos, pero que, en cambio, tienen la potestad de
limitar de forma decisiva la soberanía de los Estados miembros;
2/ el mercado mundial, que remata el
proceso de oligarquización instituyendo
marcos burocráticos y procesos decisorios subterráneos en los que el voto
popular no juega ya absolutamente ningún papel.
Es la misma estructura opaca que en el caso del partido, pero ahora de
dimensiones macrosociales o “en grande”. Nadie, en efecto, ha “votado” la
globalización, nadie ha sufragado políticamente la libre circulación de la mano
de obra extranjera; a nadie se le consulta tampoco sobre las deslocalizaciones,
la supresión de aranceles que arrasan las economías locales en beneficio de los
productores asiáticos (quienes no respetan los derechos más básicos del
trabajador y resultan por ello más "competitivos"), etcétera. Las
decisiones que instituyen dichos mecanismos, cuya incidencia en la vida
cotidiana de las personas es tremenda, han sido tomadas
por la oligarquía de
espaldas y en abierto conflicto con los legítimos intereses de una sociedad
democrática. La contradicción implica, por tanto, que las prácticas
oligárquicas de opacidad, desinformación y manipulación
terminarán colapsando
incluso la mera apariencia liberal de las instituciones públicas occidentales. Las
heces ya rebosan por todos lados. Occidente muestra, en medio de toneladas de
basura, su verdadero rostro a los pueblos “subdesarrollados” que la ONU debería
“educar” pero que no en balde, ante la ofensa del insoportable hedor, deciden
pasarse, armas en mano, al
terrorismo islámico.
Mas, a tenor del hecho incontestable de que la supuesta existencia de la
democracia y el respeto a los derechos humanos es la fuente de legitimación del
régimen liberal capitalista, la evidencia obscena de la
oligarquización del sistema
político, la patencia de sus crímenes impunes, el escándalo de su increíble
ineficiencia y putrefacción, hace acto de presencia como crisis de legitimidad,
desfondamiento abismático de la soberanía añadido a la crisis económica. Ambos
fenómenos desencadenan un gravísimo efecto disfuncional para la
“gobernabilidad”, con un aumento galopante de la delincuencia que traduce
de
iure lo que constituye la realidad habitual para un estamento político
que medra en el ilegalismo más absoluto, a la sombra de poderosos
particulares y sin intención alguna de modificar su escandaloso "tren de
vida", fundamentado en el
ilegalismo oficial más vergonzante.
La pérdida de credibilidad de la política, que paraliza el funcionamiento de
la democracia en forma de abstencionismo crónico y facilita la aparición de la
plaga de los demagogos, futuros tiranos y postreros beneficiarios iletrados del
fenómeno oligárquico, empieza ya, empero, en el momento, al parecer
insignificante, en que la asamblea de una organización política legal acepta
deponer sus derechos ante el estamento de los políticos profesionales; el
proceso culmina, en última instancia, con la erección de ese poder invisible de
logias, clubs (Bilderberg), comisiones trilaterales y otras sectas burguesas
que, sin consultar a los afectados, pretenden dirigir en silencio los flujos
económicos y los destinos de los pueblos a escala planetaria.
El propio liberalismo es consciente de que su pecado capital, dejando al
margen la cuestión ecológica enorme de los límites del crecimiento,
consiste en
la torrencial invasión del poder político por parte del poder económico. Tan
escandalosa y patente resulta la evidencia de lo que sucede en los parlamentos,
donde los
lobbies empresariales ofrecen regalos a sus señorías con el fin de
comprar la voluntad política pública a plena luz del día, que el político
profesional debe preocuparse de mantener las apariencias. Y lo
consigue, por supuesto, con la inestimable ayuda de unos medios de
comunicación cuya función no es tanto "informar" cuanto ocultar
determinados hechos, suprimiendo de la existencia pública aquello que
no aparezca en las hojas de los periódicos o en las pantallas de la televisión.
La doctrina liberal, sabedora de su talón de Aquiles, a saber, la reducción
de la "democracia parlamentaria" a una comedia donde ya todo está
decidido porque
las auténticas relaciones no son políticas, sino comerciales,
donde el antagonismo social sólo se representa, como en un teatro universal (en
la actualidad, las más de las veces, en un plató de televisión), ha instituido
así la famosa división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) para
ostentar la apariencia de un mínimo de objetividad en la elaboración y
aplicación de las normas.
Pero la "disciplina de partido" liquida la
exigible independencia de los parlamentarios, quienes en la mayor
parte de los casos (la “libertad de voto” se autoriza sólo ocasionalmente) no
deciden en función de criterios racionales o “en conciencia”, sino a ciegas y
bajo la compulsión de un brutal contubernio de intereses que no podrán
cuestionar sin ser expulsados de las futuras listas electorales de su
partido. El llamado "grupo parlamentario" representa en realidad un
apéndice del gobierno o, en su caso, de la oposición. No existe debate ni
análisis de los problemas del país: se ataca a quien manda haga lo que haga
(incluso los aciertos) con el fin de desgastarlo electoralmente y ocupar su
lugar, por cuanto, fundamentalmente, nada va a cambiar. A la inversa: el gobierno
no pondera las propuestas leales de una oposición enderezada a mejorar las
políticas en beneficio de la nación, sino que ya ha decidido de antemano qué va
a hacer y sólo se ocupará de defender a capa y espada su gestión,
ocultando los errores que puedan o bien perjudicar la "imagen de
las instituciones" o bien remover a los suyos del cargo obtenido, posición
que representa un fin en sí mismo y no un instrumento de servicio cívico.
Allí
donde existe acuerdo, tampoco hay intercambio de ideas: más que consensos
alcanzados racionalmente, lo que el sistema liberal burgués
capitalista genera son complicidades en aquéllo que corresponda
a la unidad de intereses del estamento político entendido como un bloque frente
al pueblo trabajador. “Acuerdo” es aquí el silencio de la
omertà mafiosa, que
ocupa en este caso el lugar del acto "parlamentario" básico:
comunicarse con pretensiones de validez, razonar, fundamentar...
Esa misma mecánica derriba las barreras garantistas que separan el poder
legislativo del poder ejecutivo: la burocracia de partido controla en la sombra
el uno y el otro en beneficio de la oligarquía económica. Queda sólo,
en apariencia, como
último bastión de la razón, la aplicación imparcial de unas
leyes que ya vienen condicionadas en su misma gestación y producción por los
designios oligárquicos tanto en la acción como en la omisión, pero que, siendo
públicas, deben evitar mostrarse descaradamente parciales. Por lo que respecta
a la omisión, un simple ejemplo: no existe el delito de corrupción porque los
políticos, por buenos motivos,
se han guardado de tipificarlo.
Dichas
leyes ya manipuladas, en la medida en que sobre el papel han de cumplirse,
representan también una amenaza, un mal menor pero nada desdeñable, para la
deseada discrecionalidad de la oligarquía, de suerte que un poder judicial independiente
constituye una institución que debe figurar en el frontispicio del Estado a
efectos propagandísticos, pero que, al mismo tiempo, será convenientemente
fagocitada desde su propio interior mediante una serie de prácticas
micropolíticas de rango reglamentario y organizativo, casi invisibles para los
legos, que reducen poco menos que a la nada la independencia de los
jueces. Dichos imperativos inducen a la magistratura a ser dócil con el
poder oligárquico que rige la promoción de las carreras profesionales,
léase: que fuerzan a aquélla, en última instancia, a someterse al verdadero,
gigantesco poder social, tan invisible como omnipresente, de la oligarquía.
En primer lugar, la fiscalía, a través de la figura del fiscal general del
estado, funciona como un mero peón del poder ejecutivo, es decir, del gobierno,
e ignora todas las vulneraciones de la legalidad que quiera ignorar sin rendir
cuentas ante nadie.
En segundo lugar, el consejo general del poder judicial, órgano
disciplinario de la magistratura, viene nombrado a dedo por los partidos, de
manera que, gracias a una ley de rango inferior a la constitución, es la
oligarquía la que, cúpulas partidocráticas mediante, decide quiénes controlarán
a los jueces y, con ello, controla a los jueces mismos.
En tercer lugar, las sustituciones, interinidades y oportunos traslados, que
sirven para apartar a un juez concreto de un caso molesto nombrando a dedo a
un sustituto, quien ya sabe, si es inteligente y “prometedor”, por qué está ahí
y lo que se espera de él sin que nadie tenga que decírselo.
En cuarto lugar, las segundas instancias judiciales, que son como embudos
por donde pasan las causas espinosas para el poder y que se alimentan de
unos pocos magistrados muy fáciles de controlar porque han ascendido en el
escalafón corporativo precisamente a fuer de demostrar que son personas
"de confianza" para los testaferros parlamentarios del gran capital.
En quinto lugar, las instituciones penitenciarias, nidos de
corrupción y arbitrariedad que, en el peor de los casos, pueden conceder
la libertad (tercer grado) de forma inmediata a aquél que haya sido, pese a
todo, condenado por los tribunales, apelando a criterios técnicos de
tratamiento e individualización de la pena.
En sexto y último lugar, la institución del indulto, que legaliza la
exoneración de quienquiera que el gobierno desee amparar o recompensar por
sus servicios (en realidad: por su “leal” silencio). Gracias a este auténtico
dispositivo mafioso, la impunidad está servida para esos empleados y gestores
públicos de la oligarquía económica que son los políticos profesionales.
(revisado hasta aquí y abierto a enmiendas con fecha límite de 1º de junio de 2015)
Ciencia económica versus ideología bursátil La sociedad
burguesa es economicista, de ahí que, por más que el colapso axiológico definitorio se difunda capilarmente a todas sus ramificaciones, quepa esperar que esa contradicción principal se detecte en el seno de una determinada esfera de aquélla; bien entendido que la economía capitalista representa sólo una forma histórica concreta de organización económica, habiendo constancia, ocioso es decirlo, de otras formas de subsistencia material colectiva. En efecto, en todas las comunidades históricamente conocidas detectamos siempre la existencia de la función productiva, esencial para la supervivencia del grupo, pero característico de la economía burguesa es el mercantilismo o “comercialismo”, un sistema de relaciones humanas que involucra la
society toda en el intercambio de mercancías y culmina en la subordinación de la economía productiva
a la finanza, es decir, al mercado
de capitales y su correlato necesario: la
usura.
Sólo después de que capitalismo financiero subyuga la economía en su totalidad, puede llegar la función productiva ya pervertida por el poder del dinero a poner de rodillas las funciones política y cultural de la comunidad, instaurando las pautas mercantilistas como criterios últimos de conducta humana en todos los ámbitos de la existencia. La
Volksgemeinschaft (comunidad popular) se convierte así a la postre en mero sustrato humano de la
society, es decir, de un entramado contractual formado por socios calculadores e interesados que intercambian mercancías y acumulan riqueza; a eso llaman ser una "persona normal" y no otro es el sentido de su vida, que convierte en “locos” a quienes no compartan el
common sense comercial, léase: el ideario inglés del negocio.
El elemento o factor comunitario tradicional sobrevive, pero sometido al sistema de relaciones sociales capitalista, que lo consume poco a poco; el capital necesita, por ejemplo, familias con hijos para explotarlos en el trabajo e incluso valores “patrios” a fin de disponer de brazos entusiastas que empuñen los fusiles en guerras con fines crematísticos -por poner un ejemplo: la guerra de Iraq para controlar las reservas petrolíferas de Oriente Medio-, pero la comunidad tradicional ha sido instrumentalizada, doblegada, engañada, reducida a su mínima expresión y, con el liberalismo monopolista oligárquico tardío, mortalmente herida en sus índices de mera reproducción física (incluida la natalidad). De suerte que la sociedad burguesa misma, la cual no puede existir sin sustentarse en ese humus sociológico y hasta biológico de un fundamento comunitario, siembra el veneno de su propia extinción demográfica. Debe así, al fin, importar inmigrantes de otras comunidades menos
aburguesadas para sustituir la mano de obra extinta que el capitalismo necesita y que una decadente
society de consumistas ayunos de valores éticos ya sólo de forma muy deficitaria puede proporcionar.
Sobre el fondo del conflicto sociedad-comunidad, este auténtico cuadro dramático de descomposición humana que se consuma en las grandes megalópolis mundiales, perfílanse los procesos contradictorios que, en los términos de la propia sociedad burguesa y en el interior de la misma, la conducen a la crisis, donde volvemos a observar una vez más la colisión entre la exigencia de verdad, racionalidad y objetividad inherente a la propia economía productiva capitalista, por una parte, y los “intereses” de la oligarquía, del individuo burgués y del capital financiero como fenómeno en perpetua expansión cuantitativa, por otra.
Ya en las causas inmediatas que han desencadenado la crisis de 2008 podemos acreditar este cortocircuito sistémico: los “activos” tóxicos que han hecho quebrar a decenas de bancos y han puesto en peligro el sistema financiero global, eran en realidad fraudes, mentiras y pseudo valores “podridos” que, en una maniobra constante de opacidad y ocultación de información empresarial veraz, es decir, de huída hacia adelante, habían pasado de una entidad bancaria a otra construyendo en el aire un castillo puramente ficticio de inversiones y beneficios sin consistencia técnica. Ahora bien, este fenómeno no es un caso extremo o una excepción dentro de la economía del dinero, sino que el ficcionalismo constituye la esencia misma del mundo inversor y de la llamada “magia de los mercados”, la cual se sustenta en una suerte de “optimismo” obligatorio y estructural -del que la sociedad norteamericana es quizá el ejemplo más caracterizado- que ha de garantizar la rentabilidad del capital, o sea, su progresión matemática infinita.
La crisis "económica" representa así sólo un efecto de superficie, un síntoma, de una enfermedad crónica, incurable y terminal de la sociedad burguesa, a saber, la contradicción axiológica entre la “sociedad de producción”, regida por el valor trabajo y, por ende, por el imperativo de la verdad racional que hace posible la eficacia y la eficiencia laborales, y la “sociedad de consumo”, basada en el valor supremo de la “felicidad”, léase: en la subordinación de cualquier principio racional a los intereses hedonistas, a los deseos, a las “esperanzas”, a las pulsiones del individuo liberado de todo deber moral, cognoscitivo o político intrínseco.
La “sociedad de consumo” secularizada necesita de la “sociedad de producción”, pero no a la inversa. La economía racional basada en el trabajo y en la acumulación de conocimiento científico y técnico es perfectamente pensable sin bienes de consumo hedonistas, pero la “sociedad de consumo” resulta en cambio inconcebible si no viene sustentada por la tecnología, el trabajo y el estrato comunitario de fondo que posibilita fácticamente su existencia material. Ahora bien, a medida que se desarrolla, la "sociedad de consumo" destruye sus propias condiciones productivas económicas de la misma manera que la
society en general aniquilaba los requisitos comunitarios basilares que configuraban su gratuita (y no calculada en los costes de producción) fuente nutricia (grupos primarios, naturaleza, mundo de la vida). Esta doble erosión, a la que hay que añadir siempre la destrucción de los ecosistemas y el agotamiento de unos recursos naturales finitos, desemboca en la
crisis, cuyas motivaciones inmediatas pueden ser las que se han explicado en los periódicos y televisiones, pero las causas profundas de la cual siguen implosionando constantemente en los fundamentos del sistema capitalista global por mucho que nuestros gobernantes hablen ahora, con fines electoralistas que pronto serán olvidados, de tener más presente la ética en la fétido universo profesional de Wall Street.
El meollo de la sociedad burguesa es así el mercado financiero:
su esencia consiste en la negación del trabajo. Un individuo o grupo dispone de dinero y, sin trabajar, aspira a que ese dinero se multiplique y crezca como si "dios" hubiera intervenido milagrosamente en la tierra. Hete aquí la consumación religiosa del capitalismo burgués, cuya opción axiológica subordina la los intereses de la “sociedad de producción”, constituyendo en todo momento la clave de bóveda de la dominación simbólica y estructural de ésta a los intereses de la “sociedad de consumo”. La utopía forma así parte del liberalismo tanto como del comunismo, aunque con una formulación institucional distinta. A pesar de que la “sociedad de consumo” depende objetivamente de la “sociedad de producción”, es aquélla la que, en efecto, totaliza en lo simbólico y, finalmente, institucionaliza el sentido del proyecto capitalista burgués (no confundir con el “capitalismo” a secas) en tanto que secularización de la religión judeocristiana.
Técnicamente, estaríamos sólo ante la mera inversión del capital, cuestión aséptica que remite a uno de los tres famosos factores de producción, pero una crítica de la misma que se limite a la ideología liberal, quédase en la superficie de la sociedad burguesa tardía (oligárquica), en su economía política o, en otras palabras, en la explicación conceptual que esta sociedad da de sí misma. Desde el punto de vista sociológico, por el contrario, nos encontramos con cosas como la religión y la magia, que ya en el siglo XVIII se funden con la "ciencia" económica en un universo donde imperan las típicas personalidades burguesas tradicionales, obsesionadas con su salvación, la resurrección de la carne, el paraíso que esperaba a los ricos en el más allá y otros mitos que, según estableciera ya Max Weber en su día, interpretábanse como manifestación terrestre del designio soteriológico divino en la suerte que, a las almas cristianas (=burguesas), les había sido deparada por Yahvé.
El problema no es el capitalismo como concepto abstracto de racionalización económica, sino la burguesía en cuanto sistema de valores irracional. Una vez secularizada la religión, es decir, muerto el dios teológico en la creencia, dichas estructuras objetivadas de sentido siguieron funcionando sordamente como mecanismo capaz de despertar el proceso psicológico de la esperanza del inversor y del consumidor, verdad oculta de la fenecida fe religiosa. El secreto del dios judeocristiano, como Marx ya denunciara acertadamente, es lo que podríamos denominar el esperancismo institucionalizado de la ideología bursátil, que pasamos a exponer de forma sintética.
La reflexividad que afecta a todos los fenómenos sociales alcanza en este punto su expresión más extrema y decisiva. Por reflexividad entendemos que, a diferencia de lo que sucede en el ámbito de las ciencias de la naturaleza,
la concepción que los sujetos tengan de la sociedad modifica la realidad social independientemente de que dicha concepción sea verdadera o falsa. La razón es que una teoría o idea social es ella misma un
hecho social, hasta el punto de que en la sociedad pueden darse las denominadas profecías autocumplidas; por ejemplo, si Y es concebido por todos los que le envuelven como X, esta calificación afectará a Y por las reacciones que provocará en su entorno social, las cuales le habrán forzado a responder con determinadas pautas de conducta independientemente de que X sea o no un dato cierto.
En los mercados financieros, la reflexividad no sólo es importante, sino esencial para los inversores. El éxito de la inversión de capital depende de la actuación de los otros inversores, es decir, de lo que los otros inversores piensen sobre los restantes inversores, la coyuntura económica y social, la rentabilidad (un futurible) de los activos adquiridos, etcétera. Tanto es así que, por ejemplo, el FMI no puede hacer públicos ciertos informes sobre la situación económica de determinados países con el fin de no empeorar su situación. La
información veraz es la clave de la inversión exitosa, por supuesto, pero sobre todo lo es su
opacidad, siendo así que cuanto más se engañen los otros inversores, es decir, el resto respecto de "uno", más ganará este inversor individual. Sin olvidar que hay una información implícita, constituyente de la institución bursátil como tal, que ha de ser necesariamente falsa, pues se alimenta de nociones de
infinitud matemática que entran en conflicto directo con la noción básica de la economía política, a saber, la que nutre
el concepto científico límite de escasez. Luego, si las instituciones deben mentir, incluso autorizar y justificar oficialmente la mentira como "secreto bancario" en casos concretos, la ideología bursátil miente siempre; representa algo así como la mentira institucionalizada, lo que no le impide, a la par, antes bien al contrario, devenir epicentro del desarrollismo capitalista financiero y, por ende, de la
ciencia económica burguesa.
El capital debe reinvertirse de forma constante y está estructuralmente vinculado a una actitud existencial “optimista” que ha de profetizar rendimientos, ergo: felicidades y bienestares que animen la “confianza del inversor”. Su tiempo es infinito, lineal, un sentido emanado directamente de la historia profética. Dicha cosmovisión, como la sonrisa plastificada y compulsiva del norteamericano medio en tanto que símbolo de la cobarde estupidez de la
society, es totalmente impermeable a la realidad y sólo admite de forma coyuntural unos datos negativos que fuercen a la venta (a eso se le llama "recoger beneficios"), pero siempre bajo el horizonte doctrinal intangible del dogma de un “crecimiento económico” que no puede cesar, sean cuales fueren las condiciones objetivas, sin provocar una “crisis” sistémica. Por ello cabe afirmar que, para detener el ciclo de la inversión y colapsar el sistema, bastaría con la verdad: la finitud de los recursos naturales, económicos y demográficos.
En suma, la conciencia de la escasez -desplegada a partir de un concepto ontológico de finitud- no sólo señala la dirección obligada de la crítica a sociedad burguesa, sino la única guía de toda revolución posible. El capitalismo global puede seguir existiendo en la medida en que, en previsión de tal circunstancia, hace sus deberes de manipulación y confía en que la verdad, la objetividad y la racionalidad encarnadas por los trabajadores hayan sido ya compradas ("para eso te pago"), léase: sometidas de antemano, como pautas de conducta, a los intereses del capital. No otra es la tarea de los periodistas, de los intelectuales y de los políticos ("los nuevos mandarines" según Chomsky) como testaferros de la oligarquía.
El trabajador, aunque sometido actualmente en su subjetividad, en calidad de consumidor, a las exigencias de la “sociedad de consumo”, constituye la célula básica de la “sociedad de producción” y, en consecuencia, el depositario de sus valores en tanto que fundamento axiológico (subjetivo) a la vez que institucional (objetivo) de la revolución socialista y nacional.
Dicha revolución, como veremos más abajo, no consiste en otra cosa que en radicalizar la lógica del trabajo, que es la lógica de la ciencia y, por ende, la lógica de la verdad racional, hasta el completo desmoronamiento de la sociedad burguesa.
El carácter constitutivo, esencial, de la negación de la realidad inherente al “esperancismo” bursátil y bancario manifiéstase, por otro lado, en el fenómeno de la volatilización del valor económico, que comienza con la fundación misma de la sociedad capitalista en tanto que institución basada en el societario “valor de cambio” por oposición al comunitario “valor de uso”. El dinero es un trozo de papel que representa un valor abstracto universalmente intercambiable, pero en la medida en que tal objeto pueda ser fabricado a placer en prensas como una mercancía más, existirá siempre en la
society un desfase entre el papel emitido y la “realidad económica”, que se va reajustando mediante la inflación y la deflación, pero que como tal no desaparece jamás y posibilita en los resquicios (sólo detectables mediante la información privilegiada, o sea, ocultada,
ergo, mentira mediante) los “grandes negocios” a la sombra de la política.
Una vez abandonado el patrón oro, que anclaba el valor de cambio en un objeto físico determinado ajeno a decisiones interesadas, una moneda, el dólar, es decir, un mero documento mercantil, operó por un tiempo como ancla del resto de los "papeles". Pero el proceso de volatilización no terminó aquí: las tarjetas de crédito, los bonos, las acciones, los fondos de pensiones, los títulos de toda suerte, devinieron activos de
tercer grado que representan valores de cambio compensables en títulos monetarios. Los "valores" originarios, fenoménicos, se han convertido así en esos hechos puramente simbólicos y abstractos, accesibles sólo mediante instrumentos y aparatos conceptuales estrictamente
técnicos, que configuran la famosa burbuja financiera en tanto que mero globo repleto, en última instancia, de sueños metafísicos. Cuelgan del hilo de creencias, confianzas, fiabilidades y suministros más o menos sesgados de (des)información financiera.
La realidad queda lejos, pero tarde o temprano hará acto de presencia. Cuando eso ocurra, se puede vender antes de que la desagradable visita se haga pública (esto fue precisamente lo que hizo Jordi Pujol con sus activos podridos en Banca Catalana, empresa que él mismo había llevado a la quiebra), pero, aunque algunos tramposos salven la piel, los sucesivos engaños acumulados a escala social y luego mundial conducen siempre al callejón sin salida del
crack general, o sea, a la
crisis. Alguien tiene que pagar el precio de las fantasías ficcionalistas: los trabajadores, el pueblo, es decir, las terminales del proceso económico que marcan la frontera entre la “magia” inversora y la realidad social efectiva.
En justa correspondencia, desde el punto de vista subjetivo la “sociedad de consumo” no compra para satisfacer necesidades adheridas a un valor de uso, sino para ostentar el signo del valor volatilizado en forma de marcas, enseñas de estatus social visible que a su vez exprésase en la cadena numérica de una cuenta bancaria o en un título (activo) que remite a papel y más papel... El rango o categoría de la persona significa la fuente de "posibilidades infinitas", mera negación del límite, es decir, de la muerte del “sujeto constituyente”. El capitalismo representa en última instancia una pseudo vivencia de lo divino que trafica con la esperanza entendida como obstrucción y opacización permanente de la autoconciencia finita. El oligarca, el “rico”, ha adquirido, gracias a los "títulos" de capital, la disposición subjetiva de una inmunidad existencial, léase: aquéllo que antaño experimentábase como "la gracia". Puede observarse, por tanto, la relación entre la naturaleza puramente ideológica del funcionamiento bursátil, bancario e inversor, y el ficcionalismo de unos "valores" que representan posibilidades o expectativas de pago en otros títulos, o sea,
posibilidades de más posibilidades, como una nube de gas interpuesta entre el sujeto y la verdad, donde se excluye, precisamente, la posibilidad de la imposibilidad última, esencial: la escasez
del tiempo. En su lugar, el tiempo existencial “de uso”, la posibilidad
vivida, se ha matematizado como tiempo “de cambio” infinito; el dinero objetiva la adquisición de posibilidades abstractas, succión de tiempo suplementario de vida (servicios
de otros) vivenciado subjetivamente como seguridad, tranquilidad, bienestar, importancia, superioridad personal, poder, distinción... Un mecanismo que guarda muchas analogías con la drogodependencia, porque la acumulación no concluye nunca y el tiempo marcha ontológicamente
en dirección contraria al vector optimizante del fetiche monetario.
El dinero simboliza en suma tiempo condensado con el que se puede comerciar y que, por ende, cabe acumular. Y tiempo, o sea vida, robada a otros, es lo que acapara la oligarquía vampírica, si es que tiempo
somos, como Heidegger ya viera. La burbuja financiera se nutre así de puro aire, es decir, de una mentira que es creída socialmente: todo va bien y donde hoy tenemos (a), mañana tendremos (a+1), pasado mañana (a+2), y así indefinidamente: redúcese a este mecanismo el “progreso” capitalista. Estamos ante una "religión" o, mejor dicho, según afirmara Marx, ante el batiente corazón económico de la doctrina judaica que el cristianismo occidental abrigaba secretamente en su interior. No obstante, en uno u otro momento, dicha burbuja tiene que topar, conviene insistir en ello, con la irreductibilidad de la escasez, concepto básico de la
economía crítica, y estallar en forma de “crisis económica”. Mas no se trata de un problema coyuntural de la sociedad burguesa, sino de su esencia, que ha de devastar el planeta en un plazo ya relativamente breve si no se organiza frente a ella una respuesta política y cultural de grandes dimensiones.
La última y fundamental consecuencia en la contradicción principal y central de la sociedad burguesa es así, en definitiva, la imposibilidad y el fraude de la ciencia económica liberal. En efecto, en la ciencia económica convergen los imperativos de veracidad y objetividad, por un lado, y los intereses del capital sustanciados en la financiación de las instituciones donde debe desarrollarse la actividad científica. Si la economía productiva ha sido absorbida y subordinada por el usurero, es decir, por el capital financiero y el mercado de inversiones, ello no ocurre casualmente. Antes, el usurero ha tenido que “comprar” al científico. Y, en primer lugar, sobornará al economista teórico, cuya pauta trabajo eficiente comportaría
de iure el imperativo de objetivar la verdad del usurero, del inversor, del capitalista.
No hay corrección posible
dentro del marco de la ideología liberal porque el pensamiento ha sido doblegado de antemano en el corazón mismo de la fragua económica burguesa. Ésta es la premisa del capitalismo burgués: para un periodista, para un profesor, para un funcionario, para un político, etcétera, la verdad debe quedar siempre supeditada a los “intereses”, ya se sabe cuáles. Se le pide a uno que mienta para tomar nota de si está dispuesto a mentir y determinar su condición
respetable de persona "de confianza" (=dispuesta a mentir en beneficio de la "gente importante").
El sistema capitalista, que tiende como es sabido a la concentración, necesita producir en masa y dicho imperativo implica ingentes y casi astronómicas cantidades de capital para ganar competitividad y mantener la tasa de beneficios de la piara financiera, y ello depende a su vez de los necesarios apoyos políticos, los cuales remiten en último término a elementos discursivos (“científicos”), pues en realidad los individuos reales no importan frente al sujeto abstracto del capital (=Yahvé) que los utiliza a todos. Las empresas multinacionales son monstruos burocráticos -con sus departamentos de investigación anexos- y nunca hubo inconsistencia en la afirmación de que la burguesía financiera occidental y la burocracia totalitaria soviética representaban lo mismo, aunque quedara por explicar, con los instrumentos conceptuales de la crítica, en qué consistía tal identidad: dichas empresas son ya entidades económicas más poderosas que los propios Estados (políticos) y su personal directivo está formado por gestores y funcionarios (tecnostructura), pero no necesariamente, y casi nunca, por propietarios privados.
El sistema capitalista pare al burócrata
en el seno de su propia dinámica interna de acumulación. Se trata de una cuestión de volúmenes y organización, no de diferencia cualitativa entre capitalismo burgués y comunismo marxista. Inevitablemente, el capitalismo burgués, como el comunismo marxista-leninista a su manera, tenía que desembocar en la irracionalidad del mercado de títulos ficticios (títulos de los títulos, títulos por excelencia: mentiras puras en que culmina la mendacidad judeocristiana como forma de vida) y en el idiotismo desarrollista, pero también en un universo neofeudal de empresas cuyas dimensiones superan las de países enteros; aquéllas desbordan el poder político del Estado en tanto que último reducto de una posible racionalidad sustancial con pretensiones reguladoras que debería tener su expresión en la ciencia económica.
Las universidades burguesas no pueden, empero, resistirse a este influjo. No hay nada que un científico individual o un grupo de científicos pueda hacer al respecto. Ahora bien, la ciencia se basa precisamente en la crítica de la ideología y en la apelación a la realidad, a la verdad, es decir, en aquello que la alta finanza y la burocracia del “bienestar” tienen que negar para seguir existiendo en cuanto
modus vivendi donde la “magia inversora” hace que el dinero “crezca” como por alquimia.
La crítica de la economía política es el núcleo de la crítica del liberalismo, la ideología burguesa dominante en el momento en que el derrumbe económico del sistema ficcional (utópico) comunista ha sido certificado y, tras él, el de la socialdemocracia (parásito fiscal del capitalismo), en una cadena de quiebras doctrinales
que sólo con el colapso definitivo del neoliberalismo angloamericano alcanzará su final lógico. Pero dicha crítica no puede omitir los valores y la pregunta por el valor verdad, siendo así que el ficcionalismo financiero -negación de toda veracidad en el fuero interno de las personas y de las instituciones- constituye su auténtico motor, aunque se trate aparentemente de una mera “idea”. Dicha crítica habrá de realizarse, por tanto, de manera forzosa, fuera de las facultades de economía, quizá en las de filosofía -cada vez, empero, más abandonadas y empobrecidas- en cualquier caso bien lejos de los enclaves donde la oligarquía transnacional se ha asegurado de antemano el beneplácito institucional y la legitimación teórica. La utopía
capitalista, configuración metafísica moderna de una originaria torsión antropológica de la verdad, a saber, el denominado “humanismo cristiano” (y, en última instancia, el platonismo), se objetiva en forma de capital que, como el famoso “mundo de las ideas” paralelo de Platón, no es “nada” (una mera cadena numérica en el ordenador bancario central de un paraíso fiscal), pero que al fin lo es todo, pues la sociedad y la historia giran en torno a ella, como Egipto entero giraba y se extenuaba, hasta caer exangüe, alrededor de una ilusión objetivada en la pirámide vacía, tumba del faraón-dios presuntamente inmortal. Magia financiera y magia pseudo revolucionaria de la izquierda internacionalista -como veremos más abajo- expresan dos formas del profetismo judío secularizado y, en última instancia, del platonismo, las cuales convergieron en el cristianismo, engendrando en su interior y evacuando de él a la postre la "modernidad burguesa".
Tales “valores” son ya, simultáneamente, valores en el sentido filosófico y valores en el sentido económico, pues la sociedad burguesa los ha fundido condensándolos en un fenómeno social institucionalizado, o sea objetivado, que, como el
Geist hegeliano nos enseñaba, trasciende el idealismo y el materialismo metafísicos: la “realidad” social de la ficción creída, “real” como la religión monoteísta en tanto que ilusión aceptada por todos. En una palabra, la institución bursátil y el “mercado financiero”, la banca, la inversión... La crítica de los valores, la nietzscheana “transvaloración de todos los valores”, sólo puede operar, consecuentemente, desde el valor verdad como deconstrucción de ese esperancismo ficcionalista secularizado en forma de “sociedad de consumo” y "valor" del título monetario.
Quienes omiten dichos aspectos de la crítica, apelan, lo sepan o no, a una fundamentación preliberal de la sociedad burguesa, la cual no podrá hacer otra cosa que dar un paso atrás, de carácter conservador, hacia una etapa ya superada de dicha sociedad, la etapa keynesiana, congelada artificialmente mediante un cinturón de protección étnica, u otra todavía anterior, de tipo neocolonial, con la añadidura de una recuperación de las herrumbrosas falacias religiosas y hasta místicas que la acunaron: la
desecularización galopante; ésta ya se detecta de forma alarmante en los Estados Unidos y quiere, como no podía ser menos, infectar también Europa. Veámoslo brevemente.
(revisado hasta aquí y abierto a enmiendas con fecha límite del 15 de junio de 2015)
Izquierda burguesa e izquierda nacional
La temática de la izquierda nacional desborda una mera crítica a la actual
política de inmigración que sólo pretendiera apuntalar el denominado “estado de
bienestar” socialdemócrata en bancarrota convirtiendo a los inmigrantes en
chivos expiatorios de los empleados autóctonos arruinados. Abandonamos esta
inmunda tarea demagógica a la extrema derecha disfrazada de presunta izquierda
nacional que pretende pescar actualmente en el río revuelto de la crisis
económica. Por su parte, la izquierda nacional de los trabajadores aspira a
instituir una alternativa de valores a la sociedad de consumo burguesa; de ahí
su hostilidad a la globalización, un fenómeno que no se limita a la esfera
económica y del que la política de “libre” circulación de mano de obra,
verdadero desencadenante de la inmigración masiva y descontrolada, es sólo una
consecuencia, aunque de enorme calibre. No se puede pretender, desde la
izquierda, abandonar a su suerte a los trabajadores de la nación tildando de
racismo y xenofobia la defensa de las legítimas reivindicaciones
populares, pero tampoco cabe cuestionar este comercio con la “fuerza de
trabajo” y el fomento del "multiculturalismo", para luego dejar todo lo demás tal
como estaba antes de la llegada de los inmigrantes.
Por otro lado, si se trata de amparar alguna identidad, habrá que ver de qué
identidad estamos hablando, porque, para escándalo de los identitarios
etnicistas y religiosos de derecha, la única identidad defendible desde la
izquierda es la europea entendida como “cultura de la racionalidad” que hace
posible el socialismo; el cual, por cierto, y ahora para escándalo de los
izquierdistas internacionalistas, se ha dado en occidente, pero jamás
motu
proprio en otras civilizaciones. En este sentido, toda izquierda
legítima sería nacional, lo sepa o no, lo quiera o no, porque sólo en un
determinado marco histórico y cultural surgiría la posibilidad misma del
izquierdismo en cuanto proceso de ruptura política enderezada a una creciente
racionalización social.
Ahora bien, dicha transformación no culmina en “paraíso” alguno, pues, en
primer lugar, trátase de un proceso sin término: el imperativo de
racionalidad constituye una idea reguladora que no se confunde con la
concepción religiosa secularizada de un “reino de Dios” en la tierra. Tanta
sangre se ha cobrado este delirio profético bajo las dictaduras
comunistas, que la izquierda nacional de los trabajadores no puede sino
arrojarlo al “basurero de la historia”. En efecto, entendemos que el comunismo
es tan irrecuperable como el fascismo. No hay, por tanto, acuerdo posible con
los marxistas-leninistas ortodoxos, creyentes, en definitiva, de una mera fe.
La razón genera el concepto de una crítica filosófica (históricamente, griega),
pero en dicha noción ya está incluido el rechazo por principio de todo lo
relacionado con una utopía profética (históricamente, hebrea). La mezcolanza
interesada entre uno y otro sentido de “progreso”
-el utópico-profético y el crítico-racional- es la causa de todos los
desastres de la izquierda y, por ende, del colapso axiológico de la
civilización occidental.
Un socialismo auténtico (ni siquiera el de Marx lo hace) jamás “prometerá”
la “felicidad del mayor número” o el “paraíso social”, epítome de la demagogia
de los charlatanes de feria políticos (herederos aquí de los sacerdotes), sino
que se "comprometerá" a instituir la genuina isonomía helénica, es
decir, la posibilidad igualitaria, para todos los ciudadanos, sin excepción, de
acceder a la autonomía ética, la cultura superior y el conocimiento científico
en un contexto social de libertad y de diálogo fundamentado (con pretensiones
de validez) en la asamblea de ciudadanos.
La izquierda nacional de los trabajadores inspírase así en el ideal democrático
de la polis ateniense, no en el ideal teológico judío (y cristiano o musulmán)
que se arrodilla, postrada la testa, ante los santos lugares de Jerusalén (o de
La Meca). Proponemos, en suma, una ruptura radical con respecto al pasado; tan
profunda, que debe devolvernos desde el punto de vista ontológico al inicio de
la civilización occidental (Heidegger) y permitirnos rectificar en su raíz el
camino torcido emprendido por Platón. Frente al comunismo, el anarquismo, la
socialdemocracia o el liberalismo, el tipo de comunidad popular orgánica que la
izquierda nacional promueve es la derivada del ser (no del poseer), y se
concreta en el precepto de dignidad de la persona, del ciudadano y del
trabajador, por este orden, con la verdad racional como valor supremo.
La vinculación de los bienes materiales de consumo con signos de estatus,
superioridad humana y jerarquía social no es un hecho incuestionable, sino el
resultado de determinados procesos de socialización típicamente burgueses; como
tal, dicha “asociación mental” (riqueza=valor humano) existe sólo de hecho,
pero puede ser suprimida por la educación obligatoria de un estado democrático
y nacional que inculque valores éticos de sinceridad, objetividad y
veracidad, los cuales entrañan a su vez la práctica de la
comunicación racionalmente argumentada y del conocimiento científico. Así, de la misma manera
que en las sociedades actuales el dogma nefasto de la adquisición egolátrica,
fruto del “individualismo posesivo”, no deja de promoverse e incrustarse en la
mente de los niños, y luego de los “consumidores”, a base de machacona
publicidad comercial, cabe entender que otra “forma de vida” es posible sin
apelar utopías proféticas pseudo religiosas de felicidad colectiva
opulenta que nada tienen que ver con la ciencia o el pensamiento racional.
No ha existido, empero, una izquierda fundamentada en el contenido ético de
la verdad. Toda izquierda, hasta el día de hoy, ha sido materialista y así lo
ha reconocido con desafiante desparpajo. Que semejante izquierda se haya corrompido
una vez en el poder no debe extrañar: la traición al pueblo, el fraude
y la impostura estaban inscritos implícitamente en sus valores hedonistas desde
el principio. No era, pues, razonable esperar otra cosa. Esta es la izquierda
burguesa en un sentido genérico, a la que ya nos hemos referido más arriba al
caracterizar a la burguesía y derivar de ella el liberalismo (no a la inversa),
primeras formas históricas de la izquierda.
En los tiempos de la Revolución Francesa (1789), la palabra “izquierda” mienta
la burguesía y el capitalismo mercantil, es decir, el “progreso” que permitirá
dejar atrás la desacreditada Edad Media. El vocablo “derecha”, por su parte,
apunta en la dirección diametralmente contraria: el Antiguo Régimen, el legitimismo
monárquico, el integrismo religioso y el dominio parasitario de
la aristocracia terrateniente. Sólo cuando la burguesía conquiste
definitivamente el poder social brotará el sentido contemporáneo de la palabra
"izquierda". Liquidado el Antiguo Régimen y el sistema feudal por las
imparables transformaciones históricas emanadas de la Revolución Industrial, la
Revolución Científica y la Revolución Democrática, el capitalismo ocupa, en
efecto, el espacio “conservador de lo existente” a la sazón, o sea, la derecha.
Sólo entonces, desbordando el liberalismo democrático jacobino, se desarrollará
un nuevo sentido del término “izquierdismo”, cuya temática central es el
socialismo en tanto que alternativa a la sociedad burguesa capitalista en su
conjunto.
En el seno de esa misma noción difusa, y durante la transición de la Segunda
a la Tercera Internacional, se distinguirá una izquierda reformista democrática
frente a una izquierda radical revolucionaria (comunista o anarquista).
En el
presente apartado, el término izquierda burguesa se refiere a la izquierda
reformista cuyo doctrinario fundacional fue el marxista “revisionista” Eduard
Bernstein. Por izquierda burguesa contemporánea entendemos pues, en sentido
estricto, aquélla ideología y práctica políticas de carácter socialdemócrata
que, habiendo aceptado los supuestos axiológicos hedonistas y eudemonistas de
la doctrina liberal, así como sus instituciones políticas y económicas, se
limita a gestionar la administración estadual desde supuestas “sensibilidades sociales”
que la derecha conservadora presuntamente no respetaría. La socialdemocracia
hizo suyos, a principios del siglo XX, no ya sólo los valores burgueses, sino
incluso las pautas de conducta privadas de la burguesía, e intentó aburguesar
al proletariado, como ya Georges Sorel denunciara en su día. No en vano, de la
crítica soreliana surgió el primer fascismo (1919), claramente de izquierdas,
aunque prontamente derechizado y, por ende, cristianizado.
Desde el punto de vista cultural la izquierda burguesa radicalizó dichos
supuestos axiológicos hacia posturas estéticas opuestas a la moral victoriana,
más restrictiva dentro del marco general de un eudemonismo del bienestar
“espiritual”, vinculándose a la masonería, al judaísmo y al anticlericalismo,
pero sin abandonar nunca el universo psicológico burgués de los “placeres”, el
comfort
y la “búsqueda de la felicidad” que América había fijado por primera
vez legalmente como derecho individual en su declaración de independencia
(1776). La naturaleza misma de la masonería y otras sociedades secretas refleja
la traición a la racionalidad ilustrada en que consistirá la fracasada
modernidad, entonces naciente:
(...)los discursos de la razón y de la sinrazón, ilustrado e iluminista,
no se ensañan ineluctablemente uno con otro, sino que una Ilustración
insatisfecha, fría y abstracta, está tentada a explorar otras vías consoladoras
y redentoras. Desde tiempos remotos se ha ido enhebrando una relación de
ósmosis entre aritmosofía y aritmética, alquimia y química, astrología y
astronomía, magia y medicina. Los cánones de la nueva ciencia no bastan, así
como tampoco los de la nueva política, para colmar el anhelo fáustico de una
vida plena, intelectual y emocionalmente, una sed infinita y de infinito.
(Faustino Oncina, Filosofía de la masonería, 1997).
Las raíces mágicas de la ideología bursátil no constituyen una metáfora o un
recurso retórico. La razón, cuya expresión en estado puro -léase: vinculada a la verdad y hasta las últimas consecuencias lógicas- es insoportable para
estos cristianos secularizados que nutren la izquierda, será así prostituida a
la sinrazón y a las "necesidades humanas" de "infinito". La ciencia
económica burguesa, en sus versiones liberal o socialista masónica, será a la ciencia
económica socialista auténtica lo que la magia a la medicina o la alquimia a la
química. Una ciencia que está por construir y que, como viera
Marx, constituye uno de los pilares del verdadero socialismo. Pero ni siquiera Marx
pudo liberarse del influjo del irracionalismo y de la compulsión a introducir
por la puerta falsa en la filosofía de la historia las narraciones proféticas
del judaísmo (bien patentes, por lo demás, en sus predicciones pseudo
científicas sobre la evolución futura del capitalismo).
De forma habitual, la izquierda burguesa opera mediante políticas fiscales
redistributivas, unos fondos públicos que, en la actualidad, además de
retribuir con generosidad -y hasta la indecencia- a los propios políticos
profesionales, utilízanse mayormente para financiar la entrada de mano de obra
barata inmigrante en provecho del capital, reflotar bancos filo-oligárquicos (los
desleales son intervenidos) o contratar y sacar de apuros a empresas del propio
entorno político-mafioso. El laborismo británico es el modelo de todas
las izquierdas burguesas antes y después incluso que la propia socialdemocracia
alemana, harto más socialista ésta, en determinados aspectos “prusianos”,
que el pseudo socialismo inglés ("fabianos").
La revolución fracasó, empero, en Alemania y, a pesar de los esfuerzos
aislados de los nacional-bolcheviques, no pudo nunca disolverse el divorcio
simbólico entre el imperativo nacional y el internacionalismo burgués, antesala
de la globalización. El resultado fue el nazismo (1933), un nacional-socialismo
cuya derechización, que toma como modelo la precedente y escandalosa del
fascismo italiano (1922), en lugar de solucionar el problema, lo empeoró
reduciendo el socialismo a puro nacionalismo. Con ello, Alemania juega sus
cartas contra el resto de Europa y, a la postre, contra la humanidad toda. Mas
su inevitable derrota arrastrará el ideario prusiano, que no era racista.
Prusia desaparecerá literalmente del mapa en el mismo momento en que se funda
Israel y, con el Estado sionista, el racismo contemporáneo sólo válido para el "pueblo escogido". La sociedad de consumo edificada a partir de la
posguerra será así obra del laborismo inglés y de la socialdemocracia alemana,
ya definitivamente “fabianizada”. Vendrán a continuación los tiempos dorados
del keynesianismo, cúspide de la “felicidad” obrera europea, con una factura de
50 millones de muertos cada tres años en el Tercer Mundo. Pero tras la caída
del muro de Berlín (1989), si no antes, una camarilla endogámica de burgueses
anglófilos advenedizos pudo abandonar expresamente lo que quedaba del
marxismo revolucionario incluso en sus versiones bernsteinianas revisadas y
explotar, siempre en provecho del sector concreto de la burguesía
(masón y filosionista), los símbolos del sindicalismo y del viejo
obrerismo.
Este tipo de “izquierda” burguesa post-socialdemócrata es casi todo lo que
queda en Europa del proyecto socialista, abstracción hecha de
los obsoletos grupúsculos sectarios anarquistas y comunistas. Las redes
antiglobalización carecen de caracterización ideológica, aunque más parecen
empapadas de un difuso aroma liberal-libertario que de un
componente comunitario en el sentido fuerte de la palabra. A medida que la
esclerosis del marxismo revisionista convertía en papel mojado la presunta
“transición democrática al socialismo autogestionario”, la diferencia entre la
derecha y la izquierda burguesas se iba reduciendo también a cero, porque la
izquierda, siguiendo el ejemplo de los comunistas, y precisamente en nombre de
dichos emblemas “sociales” que todo lo legitimaran en su día, se permitía
actuaciones de ataque a los trabajadores que la derecha liberal-conservadora
jamás hubiera osado emprender.
Estas agresiones ya no se realizaban esgrimiendo, de forma sincera, como
coartada, la edificación de un futuro socialista (Lenin), sino, alevosamente,
en lacayuna y consciente obediencia al capitalismo más descarnado. Y
ello sin perjuicio de que a las masas siguiera hablándoseles de “socialismo
democrático”, aunque, eso sí, evitando explicar en qué consistía ya lo
socialista de tal socialismo, reducido a puro hedonismo consumista
con un toque añadido de transgresión sexual, relativismo ético, consumo
de substancias estupefacientes y rancio anticlericalismo
guerracivilista. Y la “derecha social”, consciente del lastre electoral que
suponía la creencia común de que sólo actuaría en perjuicio de los más débiles
económicamente, fue desarrollando políticas fiscales de masas que, en muchos
aspectos, los más sustanciales, eran casi idénticas a las proclamadas por
la izquierda parlamentaria. En contrapartida y de forma paralela, la
izquierda burguesa ha dejado incluso de considerarse socialdemócrata en sus
evoluciones más tardías, abandonando ya toda “tercera vía” para
convertirse franca y abiertamente "socialismo liberal" (un círculo cuadrado). En nuestros días, la “izquierda”
burguesa arroja el epíteto peyorativo de “neoliberal” a la cara de los
conservadores más recalcitrantes, pero se apropia el liberalismo cual cosa comprensible
de suyo, calificándose a la vez a sí misma de “socialista”, como si semejantes
contorsiones ideológicas fueran compatibles con el más elemental sentido de las palabras.
El “estado social y democrático de derecho”, que erígese precisamente como
confluencia entre la derecha social y la izquierda liberal de posguerra, ha
seguido el inevitable camino que cabía esperar, hasta condensarse en algo muy
parecido a ese "partido único" con dos alas implícito en todos los “bipartidismos”
institucionalizados del "sistema". Los recursos públicos destinados a
la redistribución fiscal se han convertido en una inagotable fuente de dinero a
disposición de las familias oligárquicas y de los grandes poderes económicos,
vinculados a la alta finanza. La oligarquía, además de explotar, como siempre
ha hecho, a los trabajadores, ha descubierto así que con ese “socialismo
liberal” (?) puede saquear regularmente las arcas del estado a efectos de
subvencionar sus aventuras empresariales, culturales, políticas y hasta
personales (VISA-Oro a cargo del contribuyente). Se ha generado un estamento
oligárquico estructuralmente vinculado al estado: la burocracia oligárquica. De
este negocio viven muchas familias privilegiadas abusando de los nombramientos
a dedo, de las oposiciones trucadas y del nepotismo más nauseabundo. El pueblo,
después de pagar sus impuestos, es, a la postre, expoliado por partida doble –o
triple, si tenemos en cuenta los privilegios de la casta parlamentaria y la
corrupción que, pese a tales prebendas, ensucia, por activa o por pasiva, las
manos de todas sus “señorías”.
El obeso y sobredimensionado estado social representa en primer lugar una
“inagotable” fuente de recursos para las “administraciones del bienestar” y
para las extensas redes de intereses privados surgidas a la sombra de la
prevaricación, el tráfico de influencias, el soborno y el cohecho. Es en este
contexto que "lo social" incluye un complejo entramado de
administraciones regionales y municipales, empresas nacionalizadas,
instituciones semipúblicas o concertadas y clientelas fijas, donde se instala
la izquierda burguesa como poder parasitario opuesto a la derecha puramente
neoliberal y empresarial. Ésta se identifica también con ideologías burguesas
pero agita un signo más conservador, religioso y hostil a una “excesiva” regulación
económica, meras matizaciones de coloración en el seno del asfixiante consenso axiológico vigente. La “izquierda” burguesa se concierta mejor con el
capitalismo financiero dominante, de carácter tan parasitario como la
propia burocracia, y juega a la polémica con el
capitalismo industrial. Izquierda burguesa y derecha socioliberal se
enfrentan en la liza electoral, pero, como ya hemos tenido ocasión de analizar,
sobre el trasfondo omnipresente de unos principios axiológicos comunes (aunque,
precisamente por este motivo, intangibles para los electores). Únelas a ambas,
después de 1945, un vínculo doctrinal superior, a saber, el llamado "antifascismo", y la
complicidad criminal con la oligarquía estadounidense y el Estado de Israel. El
apuntalamiento y perpetuación del sistema oligárquico como dispositivo de
dominación pública transnacional del mundo occidental -un concepto
perteneciente a la “política exterior”- es el objetivo compartido y prioritario
de todas las opciones políticas socioliberales; las cuestiones relativas a la
corrupción, el crimen y la incompetencia del estamento político se consideran,
en definitiva, un “mal menor” frente al imperativo de consolidar esta función
colonial-represiva pro-EEUU vinculada a la “gran política” de posguerra.
Ahora bien, llegada la crisis, tanto la derecha como la izquierda burguesas
habían de mostrar por igual sus fauces capitalistas, por mucho que una y otra
estén desempeñando, en este contexto, funciones simbólicas ligeramente
distintas, como por otro lado era de suponer. Las prebendas de los diputados,
altos cargos y demás costra estamental, de la que se benefician los partidos
del régimen, no se recortaron, pero las pensiones y las nóminas de los
funcionarios han sido “redistribuidas” a la inversa, o sea, reabsorbidas para
consolidar las reservas tambaleantes de los bancos privados que patrocinan los
abultados gastos del estamento político oligárquico. Dichas entidades
sufragaron las campañas electorales y el tren de vida de quienes ahora les
devuelven el favor: los mismísimos políticos electos. Y éstos, claro, ostentan
su ilimitada generosidad hurgando en el erario público, es decir, a
expensas del poder adquisitivo, siempre al límite de la subsistencia, de los
trabajadores de la nación, sin siquiera plantearse la posibilidad de una
razonable renuncia a sus propios excesos.
La soberbia e ignorancia de los zánganos oligárquicos carece de medida y
sentido de la realidad, ni siquiera disimulan ya su prepotencia y dan por
supuesto que la gran masa de los ciudadanos, manipulados por los medios de
comunicación, está dispuesta a consentirlo todo. En este escenario, los
testaferros políticos de la oligarquía han podido cumplir todos los compromisos
implícitos de su función social latente sin que partidos o sindicatos "de
izquierdas" hayan movido un dedo para denunciar o, mucho menos, impedir el
escándalo que semejante contubernio supone para un sistema
político formalmente "democrático". Quizá todo esto no nos
suene, empero, demasiado nuevo: ¿no lo hemos escuchado mil veces referido
a la derecha? Ahora bien, lo que no sabíamos o sólo sospechábamos, pero
que con la crisis de 2008 ha quedado definitivamente probado, es que quien
enarbola la guadaña para la matanza de los trabajadores puede ser también la fraternal
“izquierda”, siendo así que los corderos proletarios prefieren, al parecer, ser
sacrificados en nombre de la tradición obrera. Reservan éstos, por tanto, su
odio para golpear la faz de un espantajo al que denominan “la derecha”,
confundiéndola con los partidos más conservadores o reaccionarios, sin percibir
que precisamente la
derecha sociológica, liberal y no precisamente
reaccionaria y "fascista", o sea, políticamente el centroizquierda burgués, es el que
nunca ha dejado de empuñar las riendas.
Cabe afirmar, consecuentemente, que una genuina “izquierda de los
trabajadores” no existe ya en Europa. La “izquierda” (burguesa) representa la
clave de bóveda del sistema opresor, no su crítica ni, todavía menos, su
negación. Pero esto significa que es la burguesía capitalista, la derecha
sociológica, oligárquica, financiera, la que controla en última instancia todas
las opciones sindicales y políticas, incluidas las formalmente izquierdistas, y
manda en la sombra desde hace décadas escondida tras el rótulo de la palabra
"izquierda democrática". Aquello que se pasea obscenamente como
izquierda por los colegios electorales cada cuatro años no es más que
liberalismo maquillado. Incluso, puede añadirse, lo peor y moralmente más
degenerado de la eterna burguesía, sus desechos humanos "vanguardistas".
A base de pseudo progresismo barato, efectista y de escaparate, esta gentuza
descuélgase de sus lugares de recreo, vicio y sodomización en el momento
oportuno, ataviados los señores con chaqueta de pana sin corbata y trajecitos
rojos de diseño las señoras, para presentar propuestas como el “matrimonio
homosexual”, la “ley del aborto”, la “ley de la memoria histórica” u otras
similares, con las cuales pretenden disimular, en las gravísimas cuestiones que afectan a la gran masa de la población, su total docilidad respecto a los intereses
de la alta finanza; marcando, empero, al mismo tiempo, el terreno
simbólico, con fines meramente electorales, frente a la derecha
liberal-conservadora de corte más clerical. Una derecha cobarde cuyo papel es
siempre hacer de comparsa del “progresismo”, de suerte que no pierde ocasión de
rehuir la propia palabra “derecha” como si fuera la peste y se declara de
“centro” o acusa de nazis a los “socialistas” jugando con el
vocablo “nacional-socialismo, pero nada tiene que decir sobre el obsceno
racismo del Estado de Israel. Una derecha “humanista cristiana” a la que está
reservada la desagradable tarea de rebajar los
michelines presupuestarios de la
burocracia del bienestar, engordados sin tasa por la “izquierda” burguesa, que
de cada 10 euros consume 9 en sí misma y 1 en justificar la
existencia de determinadas partidas de “gasto social”.
Cuanto más abyecta es su postración ante el capitalismo financiero y el
gobierno de los EEUU, tanto más debe esta indecente burguesía apátrida agitar la
provocación anticlerical, el aborto a la carta (verdadero exterminio
subvencionado de la nación), el inmigracionismo de “puertas abiertas” y toda la
simbólica de la subversión cultural con que justifica su
carácter folklóricamente izquierdista. En consecuencia, a pesar de estas
apariencias estéticas lúdicas y festivas, la realidad es que sólo existe ya en
Europa una mera
derecha liberal ocupando el espacio central de las izquierdas
“moderadas” (al que se contrapone de forma ficticia una
derecha conservadora
cómplice), y aquél es el verdadero nombre del enemigo a batir.
El "socialismo" carece ya, en efecto, de todo contenido ideológico relevante, es derecha capitalista pura y simple. La
vetero-izquierda ha muerto de iure como tal. Queda ahí tendido su
cadáver putrefacto apestándolo todo. Nos hallamos en el kilómetro cero de
una izquierda que hay que empezar a reconstruir acuñando un discurso nuevo desde
sus conceptos más básicos, que son los axiológicos e
institucionales-organizativos.
Al saldar cuentas con la (falsa) izquierda burguesa, debe quedar así
remachado el principio de que la izquierda nacional pretende, en efecto,
poner fin a la sociedad capitalista, es decir, a la vieja derecha
judeocristiana de siempre en el sentido metapolítico de la palabra; y ello sin
excepciones ni matices, es decir, que la izquierda nacional se abalanzará
contra la derecha en todas sus versiones o graduaciones:
derecha
liberal (la que manda en Europa, o sea, el “centro-izquierda” de la política burguesa),
derecha conservadora (comparsa clerical del bipartidismo sistémico) o
derecha reaccionaria (la hiperminoritaria
extrema derecha).
No quisiéramos engañar a nadie: nuestra bestia negra es la oligarquía
capitalista, cuya expresión política se designa con una palabra de uso vulgar y
harto comprensible, a saber: “la derecha”. No existe ante nosotros más que una
falsa izquierda, una conspiración impostora de sinvergüenzas subvencionados por
la banca, una caterva de depredadores que usurpa los escaños del Congreso de los
Diputados.
El enemigo es la derecha y casi "todo" es ya derecha en el
espectro político de las sociedades occidentales. No sólo eso: el espectro político mismo como un todo
se desplaza en Europa hacia la derecha, retrocede en el tiempo, como consecuencia del referenciado proceso de desecularización, asemejándose cada vez más al de la sociedad estadounidense .
Por los mismos motivos, tampoco sueña nuestra izquierda nacional con volver a los
“felices” años sesenta del keynesianismo socialdemócrata europeo, el cual,
mirando de reojo al sistema soviético, integró a las masas en el sueño dorado
de un crecimiento económico indefinido, mientras en el llamado Tercer Mundo
millones de personas morían famélicas cada año a la vista de nuevos y curiosos
turistas occidentales descendientes de la añeja “clase obrera revolucionaria”.
La burguesía oligárquica, en efecto, compró al obrero, lo derechizó; consiguió
que los estratos sociales laboriosos de la vieja Europa se convirtieran en
cooperadores necesarios de sus crímenes y del sistema capitalista en su
conjunto.
Pero ahora esa misma burguesía, que descarta ya con desdén la posibilidad de
una nueva “amenaza comunista”, no necesita que Europa occidental funcione ante
la Moscú como “escaparate del capitalismo” y ha decidido abaratar costes
importando inmigrantes dispuestos a “producir” por la mitad del sueldo que un
trabajador autóctono. El obrero, el empleado, el hombre de la calle, ya vivían
asfixiados por unas necesidades consumistas que el mismo sistema socioliberal
había implantado en las mentes de los trabajadores mediante la lobotomía
ideológica de la publicidad comercial: ahora les culpabilizará por ello, siendo
así que sus salarios resultan ya poco “competitivos” frente a los suculentos
estándares de esclavismo laboral institucionalizados por los
países-piratas emergentes.
La derecha sociológica, es decir, la burguesía
oligárquica, y sus testaferros de la “izquierda liberal”, que en las últimas
décadas del siglo pasado hincharon el precio de la vivienda, desregularizaron
el empleo y, en general, pusieron todas las trabas posibles para impedir
que los trabajadores de la nación pudieran fundar una familia, promoviendo en
lugar de ello el consumo individual, topaba en sus negocios con un
encarecimiento de la mano de obra provocado por la caída en vertical de las
tasas de natalidad europeas que ella misma instigara; fue así que la alta
finanza resolvió poner fin al “estado social y democrático de derecho” con el
nuevo tráfico de carne humana al servicio del capitalismo, léase: el fenómeno
de la inmigración.
Esta histórica decisión se tomó en Europa tras la caída del muro de Berlín.
Su meta era la de disolver no solo la cultura europea milenaria substituyéndola
por el relativismo multicultural, permeable a la manipulación del mercado, sino,
también, cualquier patrón cultural y de valores que pudiera poner en peligro la
globalización. Eliminar muros equivale también a eliminar
culturas; este proceso globalizador tiene lugar tanto a orillas del Amazonas o en Bangla Desh como en el corazón de Alemania. Es ahora, en el medio
plazo, cuando estamos empezando a sufrir sus efectos. El ideario
capitalista reclama la libre circulación de capitales y fuerza de trabajo y,
por tanto, el fin de la época de una artificial “prosperidad obrera” en nuestro
continente.
Europa lucha ahora por su supervivencia pura y simple.
Ahora bien, ¿qué hacen las “izquierdas” burguesas frente a esta auténtica
debacle social de los trabajadores europeos?
La burguesía “atea” ha puesto la
herencia simbólica de la tradición obrera, es decir, los ideales de
solidaridad, justicia e igualdad -aquéllos que en su día permitieron rescatar a
los trabajadores decimonónicos del agujero existencial al que la más brutal
explotación derechista los había arrojado-, al servicio del capital, siendo así
que dichos ideales (y las ayudas sociales que implican en la práctica) ya no
benefician a los trabajadores autóctonos, sino a la legitimación de la política
liberal de inmigración y a la acogida de los inmigrantes como personas que,
según repite la canción “humanitaria”, cantada empero en provecho del muy poco
humanitario mundo del dinero, buscan ser “felices” y “tienen derecho” a entrar
ilegalmente en Europa; siendo objeto, acto seguido -hay que subrayarlo-, del
más descarado dumping (trabajo a precio reducido) en beneficio de los
propietarios capitalistas y en perjuicio de los trabajadores nacionales,
enviados al paro si no aceptan la rebaja impuesta por el explotador de turno.
El resultado final es tanto la explotación despiadada del extranjero como la
del autóctono, pero con el agravante añadido de que al no alcanzar la mayoría
de los salarios de los foráneos los mínimos necesarios para cubrir todas
sus necesidades, sus pagas deben complementarse mediante subvenciones públicas
que religiosamente han de financiar con sus impuestos los principales perjudicados
por ese mismo dumping. Los inmigrantes, al final, se convierten en una fuerza
de trabajo almacenada en
barrios marginales a disposición de la oligarquía, en unos perpetuos menores de edad que sólo pueden existir gracias al
Estado, muy lejos de cualquier posibilidad real de integración que sólo sería
posible con una política laboral basada en auténticos criterios de racionalidad
e igualdad.
La izquierda burguesa ha justificado la inmigración con la autoridad que le
da su tradicional superioridad ética frente a una derecha integrista, muy acomplejada, que hasta hace poco escondía sus crucifijos;
pero, y no olvidemos esto nunca a la hora de imputar responsabilidades, fue la
derecha liberal-conservadora, esa plaga de los “triunfadores” de la gomina, la
que trajo a los inmigrantes y, con ello, traicionó a la nación. Derecha sociológica
e izquierda política o cultural complementan sus funciones sistémicas a la perfección. Una comete las
fechorías laborales, la otra perfuma el ambiente para disimular el hedor de la
descomposición social con aromas de derechos humanos, multiculturalidad
relativista y democracia “representativa”.
Los motivos por los cuales la izquierda burocrática burguesa regulariza los
inmigrantes -que la derecha política empresarial introdujo en el país como
“ejército industrial de reserva” siguiendo las “sugerencias” del capitalismo
financiero- no son, por tanto, y pese a los farisaicos rasgamientos progresistas
de vestiduras, nada humanitarios.
La “izquierda” burocrática burguesa bendice,
con la doctrina de los derechos humanos, la masiva entrada de dóciles fellahs
laborales que el capital necesita para abaratar los costos de mano de
obra. Y lo hace conscientemente, engañando a los perjudicados, que son la
mayoría de sus electores. De suerte que, al igual que la “patriótica” y “cristiana”
derecha empresarial, la “izquierda” burguesa favorece a su manera la
inmigración, legitimándola legal, ideológica y políticamente, pero además hace
suyas con singular celo inquisidor aquellas funciones, típicamente culturales,
de la denuncia como racistas -pábulo de un supuesto “neofascismo”- de todas las
protestas de la gente común ante la caída en picado del valor del trabajo, así
como el ensordecimiento municipal de los problemas de desvertebración social
que el fenómeno de la “multiculturalidad” ha provocado en los barrios obreros:
aumento galopante de la delincuencia, conflictos culturales, consolidación
"étnica" del tráfico de droga, nuevas enfermedades y retorno de otras
ya erradicadas en occidente, desocupación estructural masiva, apropiación de
las ayudas sociales por parte de los recién llegados, más pobres que los
paupérrimos del país, etcétera.
Las tareas de promoción del relativismo que la oligarquía impone a escala
europea dentro del subapartado cultural de la agenda globalizadora, pertenecen
así también a las funciones, harto repugnantes, que la izquierda burguesa tiene
asignadas: socavar las condiciones sociales del pueblo europeo, favorecer que
se extinga la cultura autóctona, perjudicar, como sea, a sus propios
compatriotas, que cáusanles pavor como virtuales “racistas” porque
el 70% de los ciudadanos han expresado alto y claro en centenares de encuestas que no quieren más extranjeros.
A los ojos de la oligarquía, el pueblo europeo se está transmutando en
un ente "fascista" harto peligroso. Sus señorías temen y
odian a sus mismísimos electores: el inmigrante les resulta más simpático
-es humilde- a los lacayos parlamentarios del paraíso fiscal. Pero la
(pseudo) “izquierda” burguesa, tan angustiada en teoría por el incipiente “racismo” y
los derechos de los inmigrantes, tan convencida de su ostentosa superioridad
moral como humana encarnación de la "democracia", se quita la
máscara cuando observamos que permite la explotación de esa mano de obra cuya
entrada en el territorio nacional ampara, pero luego libra a su
suerte, es decir, a las garras de los explotadores.
Los inspectores de trabajo de las administraciones “de izquierdas” sólo muy
de cuando en cuando, y a efectos puramente propagandísticos, ponen al
descubierto los auténticos antros de explotación en que se ha convertido esa
nueva esclavitud del siglo XXI que es la esquirolismo y el
dumping
migrante. Franquicias gremiales de los mismos poderes económicos con los que se
revuelcan en la vomitiva cama redonda de la oligarquía, tampoco los sindicatos
han hecho otra cosa que propaganda solidaria de baratillo, "antifascismo"
subvencionado, acogiendo a inmigrantes en sus sedes como si fueran hoteles, sin
consultar a los afiliados. Empero, tras el número teatral
multiculturalista, esos mismos sindicatos permiten que los “perros de la patronal” sigan ladrando
a las familias del país, atenazando con sus mandíbulas sedientas de
“beneficios” las condiciones laborales de todos los trabajadores -inmigrantes y
autóctonos-, ahora ya, sí, sin distinción de razas.
A cambio de esta "mansedumbre reivindicativa" y de mantener en la
impunidad el delito laboral, los dirigentes sindicales se embolsan
mensualmente sabrosos sobresueldos en dinero negro y disfrutan de toda clase
de prebendas, que van desde las dietas a las liberaciones totales, sufragadas
por trabajadores, o sea, por "compañeros", a los que cada día, con encomiable fidelidad a lo
políticamente correcto, ensartan por la espalda.
Semejante izquierda
burguesa o aburguesada de gestos, símbolos bermellones, declaraciones verbales
transgresivas, lloronas supervivencias del "Holocausto", seguridades
biempensantes, pedigrís progresistas, etcétera, quiérese en suma radical en
la gesticulación y la ostentación de su quincalla emblemática, en la
estigmatización de los verdaderos críticos (tildados siempre de “fascistas”),
en la agitación estridente de una memoria histórica interesada y farisea, pero,
al mismo tiempo, sospechosamente conformista en su entrega,
imbuida de total y cínico consentimiento, a las instituciones fundamentales del
sistema capitalista.
(revisado hasta aquí y abierto a enmiendas con fecha límite de 1º de julio de 2015)
Izquierda radical e izquierda nacional
Al hablar de radicalización a la izquierda nos referimos, en
primer lugar, a la exigencia de reactivar el espacio público de una izquierda
rupturista depositaria de autoridad moral suficiente como para apelar a la
movilización de los trabajadores. Situada entre la izquierda burguesa
mundialista y la izquierda radical internacional, dicha izquierda rupturista,
actualmente inexistente, debe hacer suyos los intereses populares, que son
nacionales, contra la globalización, es decir, contra un neoliberalismo obtuso
que los ofende sin compasión y que no tropieza ya con ningún obstáculo en la
comisión de sus maldades excepto la retórica impotente, falsa y obsoleta de los
desacreditados grupúsculos comunistas y anarquistas. El principal problema al
que se enfrentan los trabajadores europeos es así su falta de fe en sí mismos
como sujeto político capaz de hacer frente a las agresiones, perfectamente
planificadas, del capital financiero internacional. La única alternativa
aparente de los trabajadores serían así las organizaciones radicales de
cuño marxistoide o ácrata, pero éstas ejercen como un polo de repulsión
política que refuerza las pautas desmovilizadoras de las pseudo izquierdas
burguesas. De ahí que el dispositivo de poder oligárquico también promueva,
subvencione, tolere y mantenga aquéllas dentro del espacio radical, siendo así
que monopolizándolo y, en el fondo, usurpándolo, asegúrase el fracaso de toda
tentativa verdaderamente izquierdista nacional, la cual, por parte del sistema,
sólo podrá ser calificada ya de “fascista”.
A la vergonzante realidad de la izquierda burguesa hay que añadir, en
suma, la función casi parapolicial de las viejas izquierdas radicales.
Atadas a un pasado criminal que apenas disimula su coincidencia de valores con
la burguesía capitalista, dichas izquierdas lumpen, formadas por "carne de
presidio" (Marx), carecen de credibilidad ante los trabajadores.
El apestoso rincón radical ha sido colonizado por sectores sociales
marginales que el propio Marx despreciaba. Se trata, ante todo, en ellos, de
una reivindicación lúdica y transgresiva de la violencia, de perfil
delincuencial, que espanta a los ciudadanos. Éstos conocen la historia lo
suficiente como para mantener vivo el recuerdo de las atrocidades cometidas en
la chekas en nombre de una justicia social que, en el fondo, reproducía los
mismos afanes consumistas que las sociedades liberales, pero sin ser capaz de
satisfacerlos nunca, por no hablar del clima de opresión y obscurantismo
policial en que se consiguieran los pocos avances sociales de las dictaduras
comunistas. La izquierda radical sólo existe ya para abortar en su espacio toda
tentativa de verdadera radicalidad y para anclar cualquier posible chispa de
rebelión al dogma mundialista del antifascismo. La extrema izquierda, reducida
al antifascismo, trabaja así, lo sepa o no, para la oligarquía financiera
y la burguesía mediocre que basa su “competitividad” en la política de los
salarios bajos. Los llamados (con razón) "guarros" son la partida de
la porra (y del porro) del sistema capitalista, instalados en el lado izquierdo
del dispositivo de poder mundialista, que clausuran por ese extremo (al igual
que los
skins ocupan el lado derecho, clausurándolo así simbólicamente por el
extremo opuesto y sirviéndolo lacayunamente como ejemplificación de la
profecía autocumplida del antifascismo). Cada uno representa su papel de
límite, de escoria indeseable y, con alguna detención rutinaria, tienen
asegurada la supervivencia mientras se atengan al guión fijado por Hollywood
que les imponen sus infiltrados policiales y les financian, en el caso de la
extrema izquierda, sus patrocinadores municipales.
La desconfianza de los trabajadores hacia la política de izquierdas y el
sindicalismo en general es así absoluta y con razón. Actualmente, aquéllos tienen
que elegir entre corruptos perfumados con corbata (consumidores de coca) y
apestosos antisistema (consumidores de marihuana o heroína). Los trabajadores
han sido traicionados, primero, por la burguesía, que sin duda realizó su
revolución moderna en nombre de valores liberales (1789), pero sólo para
convalidar inmediatamente dicha tabla axiológica como ideología legitimadora de
los horrores del sistema fabril capitalista descritos por Engels y Marx. Más
tarde (1917), los trabajadores fueron engañados por el marxismo con sus
promesas de un paraíso en la tierra, el cual se vio pronto realizado, sí, pero
más bien en forma de infierno: el estalinismo y su red de campos de trabajo
esclavo o
gulag, aparato de tortura colectiva al servicio de un régimen
de acumulación de capital de carácter totalitario,
incompetente, podrido y genocida.
Finalmente, los trabajadores han sido estafados por las izquierdas
socialdemócratas (1945), las cuales prometieron, ante la monstruosidad asesina
del comunismo, una transición pacífica y democrática al socialismo pese a
que, de hecho, se han limitado a preparar el terreno para el
retorno del capitalismo salvaje de los primeros tiempos de la
industrialización, ahora en su más monstruosa versión global, acontecimiento de
consumación ya inminente que nos retrotraerá, desde el punto de vista de los
derechos sociales, al punto de partida, y cerrará de este modo un ciclo
histórico completo de imposturas y manipulaciones, con el trabajador siempre
como víctima.
La historia moderna deja así a los trabajadores europeos (unos 300 millones
de personas) en una situación de abandono total frente al desmantelamiento del
estado del bienestar y las correlativas políticas de inmigración (mano de obra
barata) perpetradas bajo el rótulo del progresismo humanitario, es decir,
justificadas en nombre de valores de izquierdas a pesar de que sólo tengan
como objetivo ampliar los márgenes de beneficio de las empresas y perjudiquen,
en cambio, precisamente, a la inmensa masa de personal laboral autóctono no
cualificado. Por este motivo, será muy difícil recuperar la confianza moral de
los sectores populares en una organización política de izquierdas que proponga
cambios radicales y la lucha abierta contra un capitalismo global casi
omnipotente.
Lo primero que habrá que conseguir es que dicha organización alternativa se
estructure de tal manera que su transparencia democrática y asamblearismo
convenzan hasta al más receloso de que no se van a repetir ya nunca los tiempos
del comunismo, con su liturgia del “Partido” como neo-iglesia. Por ello
hemos propuesto, desde mucho antes de que estallara el fenómeno
de los "indignados", la constitución de asambleas
ciudadanas libres como instrumento táctico inexcusable del combate social. En
consecuencia, convendrá puntualizar que asumimos la libertad como un valor
irrenunciable de la izquierda nacional. Aquello que quizá se pierda en eficacia
y contundencia organizativa, habrá de ganarse a la postre en legitimidad,
cuando el principal obstáculo al que nos vemos enfrentados en la actualidad es
precisamente el de superar la crisis de confianza de la izquierda después de un
siglo de criminales embaucamientos –cuyo paradigma es Kronstadt-
perpetrados por organizaciones supuestamente "obreras", con sus propios
representados como meros objetos de una deslealtad sin paliativos.
No busquemos, pues, alternativas en la vieja izquierda radical
tradicional. La contradicción fundamental de la sociedad burguesa halló también
su expresión, peculiar pero inequívoca, por lo que respecta a su carácter
último, en las sociedades del “socialismo real”. Los imperativos del estado
comunista y los valores del discurso que legitimaba ese mismo estado han
alcanzado un grado de tensión tal que han acabado con la autodisolución
voluntaria del régimen. Como hemos podido comprobar, los valores del
proletariado defendidos por el marxismo eran los mismos que los de sus
presuntos adversarios: no otra es la triste realidad que se ha ocultado durante
décadas a los obreros y militantes de izquierdas. Ésta es quizá la mayor estafa
de la historia. No ha existido nunca, hasta el día de hoy, un grupo de
trabajadores conscientemente articulado en torno a unos valores propios. ¿Cómo
iba a surgir entonces una genuina cultura proletaria? Felicidad, bienestar, placer
y similares, son valores burgueses cristiano-secularizados que comparte todo el
espectro político, desde la extrema derecha a las fraternidades
anarquistas. La verdad racional se subordina a la utopía profética, llámese
mercado mundial, reino de Dios, paraíso social comunista o comuna ácrata. Y es
aquí donde tiene lugar en primer lugar la ruptura de la izquierda
nacional de los trabajadores: en la defensa de la racionalidad, en la
reivindicación de la dignidad y de la mayoría de edad ciudadana, en el rechazo
de la mentira.
Marx, en efecto, reprochaba al liberalismo su incapacidad para realizar
el programa burgués, pero los valores que inspiraron dicho programa cosmopolita
no fueron nunca objeto de su crítica. De ahí que el “proletariado” venga a
representar el papel de una clase subsidiaria en el seno de la
sociedad burguesa y no una alternativa a ésta. De ahí también que el socialismo
marxista, cuando competía con el capitalismo, lo hiciera compartiendo con él un
marco axiológico común de carácter utilitario e internacionalista que
anticipaba la actual globalización. Liberalismo y comunismo son, en definitiva,
ideologías desarrollistas de implementación del vector profético, variantes de
idéntica concepción del tiempo histórico. Véase China: su rápido acomodo al
entramado comercial a escala internacional es sólo débilmente objetado por sus
“carencias” democráticas, pero no por los ostensibles valores consumistas del
régimen de Pekín. Tampoco la derrota del imperio soviético ha supuesto un
terremoto axiológico en Moscú, sino únicamente la suave transición rusa hacia
el modelo capitalista liberal.
El caso de Rusia representa la prueba ya palmaria de que el liberalismo, con
su apelación solapada al egoísmo y la rapacidad -que se agazapan
siempre tras el discurso oficial de los derechos humanos y la democracia-,
es más eficaz en la realización de la siempre incontestada utopía mercantilista
moderna que el marxismo-leninismo clásico con su oxidado discurso
gregario-colectivista. Pero, insistamos en ello, en ambos casos estamos ante un
“tipo humano” que se aferra al sueño de la “felicidad del mayor número” e
intenta realizarlo despiadadamente –y en algunos casos
manu militari-
mediante el “crecimiento económico” sin límites, la producción industrial de
mercancías y el consumo masivo, con la mirada fija en la erección de un
“paraíso” mundano que representaría nada menos que el “final de la historia”.
Dicha ideología ilusoria toca en buena hora a su fin y corresponde a los
trabajadores europeos enterrarla para siempre.
Las revoluciones burguesas (1668, 1778, 1789, 1917), a cuya sombra vivimos
los contemporáneos, no fueron promovidas por un grupo social que formara parte
del mismo sistema estamental feudal al que pretendía destruir. La burguesía era
un cuerpo extraño en el seno del mundo medieval. La burguesía generó desde su
interior e instauró la sociedad de clases y toda “clase” como tal, incluida la
proletaria, pertenece a dicha realidad sociohistórica. Este esquema también
vale para la revolución bolchevique rusa. No existe, ni ha existido, ni puede
existir una revolución proletaria que como "acción de clase" supere
la sociedad burguesa y nos permita arrojarla, con la derecha cristiana, como es
nuestra intención, al basurero de la historia. El agente de la transformación
radical de la sociedad burguesa tendrá que ser para ésta, también, un cuerpo
extraño, no una parte de sí misma; tendrá que brotar de aquélla su
contradicción fundamental, que no es la que existe entre burguesía y
proletariado, sino entre el capitalismo financiero "mágico" y el
imperativo racional del trabajo.
La causa de la inocuidad proletaria, mil veces confirmada por la
historia son, una vez más, los valores comunes que han unido hasta hoy a
burgueses y proletarios. Sobre dicha plataforma axiológica eudemonista y
hedonista, el capitalismo ha podido maniobrar ofreciendo a los proletarios la
posibilidad ficticia de convertirse, a su vez, en burgueses acomodados. Ahora
bien, la coyuntura en que la oligarquía financiera mundial quiso aplicar esta solución
ante la inminente amenaza revolucionaria ya ha pasado. El comunismo ha muerto y
con él el "estado de bienestar" europeo-occidental. Ahora, y así ha
sido siempre, puede el capitalismo burgués volver a sus negocios sin ninguna
consideración con los perjuicios que sus fechorías causen a la naturaleza o a
los seres humanos, grupos o pueblos enteros. No hay pues, contradicción
insoluble entre los intereses del proletariado y los intereses de la burguesía
en el seno del sistema liberal. La contradicción fundamental de la sociedad
burguesa (en sus versiones liberal-oligárquica y comunista-burocrática, tanto
da) es la que opone el valor felicidad y sus derivados (el beneficio, el
consumo), por un lado, y los valores ético-cognitivos de los que depende la producción
mercantil, la tecnología, la democracia y la ciencia, por otro. El sujeto
institucional de dichos valores ético-cognitivos es el trabajador, pero
"trabajador" no significa aquí una clase, sino una entidad
social allende la dicotomía comunidad/asociación que la historia tiene
todavía que decantar en las luchas revolucionarias que conducirán al
derrocamiento de la oligarquía transnacional.
Cuando hablamos de los “trabajadores” no nos referimos, por tanto, sólo a
los obreros: el trabajador es, para la izquierda nacional, un concepto
político-normativo, además de descriptivo o analítico, que vale para el
empresario, el funcionario, el científico, el estudiante, el proletario…; pero
que apunta a una realidad sociológica, a saber, la de la “sociedad de producción”
en cuanto tal, que concibe el trabajo como algo más que un mal necesario para
la obtención de un salario y, con él, la vía de acceso al consumo; que
experimenta el colapso de la creciente contradicción entre la imperatividad
profesional de carácter deontológico, valor autosuficiente cuyo desempeño
reclama la aplicación estricta del criterio de objetividad, y las coacciones
ilegítimas, es decir, los “intereses” bastardos, emanados del universo
axiológico liberal, que asfixian esa pauta de conducta ética bajo la amenaza,
directa o indirecta, de pérdida del empleo o del cargo público, por no hablar
de la muerte civil del afectado en casos de grave desafección a la
oligarquía.
Lo sepan o no, esos grupos, personas y estructuras, auténticos pilares sustentadores
de la civilización europea, se oponen al tipo humano burgués -y a su variante
burocrática- en nombre de la vivencia que subyace a todo trabajo auténtico, a
saber, la experiencia fundamental de la verdad racional. Ésta deberá articular
desde su interior un modelo comunitario y socialista de sociedad capaz de
potenciar el avance intelectual, cultural, científico y tecnológico que, en
estos momentos, una inmensa ola de regresión neorreligiosa -perfectamente
coherente con los valores últimos de la “sociedad de consumo”- ha detenido y
amenaza hacer retroceder.
El trabajador no se identifica así, consecuentemente, con una determinación
de nivel adquisitivo, la cual es esencialmente y por definición, burguesa, sino
con un criterio inédito -como en su día lo fuera el burgués- de estratificación
social, en este caso un criterio no clasista, antiburgués, que pertenece
de
iure a la futura “sociedad del conocimiento”, actualmente embrionaria
pero que el movimiento político de izquierda nacional europea debe
anticipar en sus modelos éticos, estéticos y organizativos. La única riqueza
verdaderamente socialista es el saber y éste excluye la vertebración
basada en la posesión (la clase) porque el conocimiento puede ser poseído por
todos sin que la posesión de unos comporte la privación de los otros. La
estratificación socialista se fundamenta en la libre capacidad de
generar saber y ésta, eliminadas las desigualdades materiales de acceso a
la educación, a su vez depende sólo de dos factores: el esfuerzo
individual y las capacidades naturales (biológicas, genéticas) ajenas por
definición a la determinante social.
Los valores de la sociedad burguesa resultan, en última instancia,
incompatibles con la verdad y, en consecuencia, con el verdadero “progreso”,
que pertenece al orden de la ciencia y a su aplicación tecnológica. No hay otro
“progreso moral” posible que el ligado a la objetividad y racionalidad
intrínsecas de la persona en su relación con la técnica productiva y el
conocimiento. Pero occidente, aterrorizado ante la realidad ontológica y
cosmológica que le muestran tanto el pensamiento científico como la
filosofía más avanzada (Heidegger), ha emprendido el camino de retorno hacia el
oscurantismo fundamentalista. La peste cristiana saca pecho otra vez. La
desecularización
intenta satisfacer las necesidades existenciales de tipo espiritual que el
burdo materialismo mercantil renuncia ya a aliviar, como no sea mediante el
consumo de drogas, pero siempre dentro del sistema de valores burgués que
dichas religiones apuntalan en los límites de la vida humana. Ahora bien, esa
opción integrista implica un ataque a la ilustración y el hundimiento en una
nueva Edad Media. Sólo la experiencia del trabajo y la tecnología en un marco
cultural concreto -el europeo-occidental- pueden dotar del necesario suelo
ontológico a la existencia moderna. De ese desarrollo que pretende aunar
democracia, ciencia, pensamiento racional y cultura trágica como forma de vida
autónoma frente al consumismo, el capitalismo y su correlato religioso
monoteísta, ha de surgir una alternativa de organización entitativo-comunitaria
con poder moral y material efectivo para derrotar a las pseudo democracias
oligárquico-liberales e instaurar un modelo social asambleario de democracia
popular participativa.
Este democratismo radical se fundamentaría, sin embargo, en el estado
derecho y la división de poderes, ejes políticos de la democracia, aunque
profundizaría en ellos mediante la introducción de un cuarto poder, el
asambleario, que controlaría el legislativo y el ejecutivo. Las asambleas
bloquearían las resoluciones que sin fundamento racional alguno afectasen
negativamente al pueblo y a la nación y, arrancarían de las emponzoñadas manos
de los partidos la elección de jueces y magistrados de los tribunales
superiores. Quedarían en pie, de esta forma los legados más valiosos de la
Ilustración: la división de poderes y el estado de derecho (imperio de la ley),
que se fortalecerían con los aspectos más positivos de la democracia directa
que históricamente ha defendido la izquierda, también heredera de la
Ilustración.
La resolución histórica de la izquierda nacional pondría, en definitiva,
punto final al liberalismo, pero no al progreso, ni a la democracia, ni al
imperio de la ley, y marcaría el inicio de un nuevo concepto de avance
histórico cualitativo, más allá del productivismo puramente inversor. Una
noción de progreso que emana del colapso interno de la sociedad burguesa
como tal y no sólo de las condenas indignadas de quienes la rechazamos desde el
punto de vista ético subjetivo. La izquierda nacional, en cuanto fenómeno
europeo, encarna la autoconciencia de occidente en el grado de desarrollo
alcanzado por las sociedades de la información en las que la verdad, y sus
plasmaciones objetivas (democracia, tecnología, ciencia), constituyen el
auténtico motor del desarrollo social.
Somos conscientes de que los legítimos ideales socialistas, manumitidos del
marxismo, lejos de poder trajinarse cual frívolas manufacturas de libre
circulación comercial, forman parte de la civilización europea y sólo han
podido forjarse allí donde se han asentado previamente determinadas
instituciones históricas. El socialismo o es nacional o termina, tarde o
temprano, convirtiéndose en un peón de la alta finanza, el FMI, la trilateral,
el club Bilderberg y, en fin, de redes sociales sectarias e
irracionalistas, más o menos subterráneas, que sustancian la cohesión interna
del dispositivo oligárquico a escala mundial. Pero la determinación
nacional del socialismo no supone una renuncia a su validez racional en nombre
de una suerte relativismo cultural diferencialista (nueva derecha). Lo
nacional comporta la aceptación del hecho de que la universalidad de la
razón se fundamenta en unas raíces sociales e históricas concretas,
procedentes de Grecia (facticidad trascendental). La izquierda nacional propone,
por tanto, la acotación del marco geográfico, político, cultural y demográfico
de la razón como paso previo a la consumación histórica del proceso de
racionalización emprendido en Grecia por la filosofía hace dos mil
quinientos años. Dicho norte es la meta última e irrenunciable que orienta
todas las acciones de la izquierda nacional y aquello que cabe entender cuando
se propugna el advenimiento de una comunidad socialista.
La reivindicación de Europa por parte de la izquierda nacional no se limitará,
en consecuencia, a erigir un valladar proteccionista en defensa de los mercados
internos y, por ende, de las condiciones laborales de los trabajadores
europeos. La izquierda nacional sólo es posible como defensa expresa de los
supuestos civilizatorios inherentes a dicho planteamiento socialista.
Y dichos planteamientos van mucho más allá del ámbito de lo laboral. Desde
la antigua Atenas, la tradición europea es la de la razón y la democracia.
Sólo porque sus pilares son los de la civilización occidental y
clásica de la convivencia democrática, unos pilares establecidos por los
griegos antiguos frente a los despóticos imperios orientales, la idea de Europa
implica de forma inevitable que su periplo histórico (racionalización) culmine
en el socialismo.
A ese proyecto socialista, que no puede confundirse en ningún caso con el
comunismo autoritario o con los pseudo socialismos individualistas liberales
actuales, se refiere Jacques Monod, Premio Nobel de Medicina:
La ética del conocimiento, en fin, es, en mi opinión, la única actitud a
la vez racional y deliberadamente idealista sobre la que puede ser edificado un
verdadero socialismo. Este gran sueño del siglo XIX vive perennemente, en las
almas jóvenes, con una dolorosa intensidad. Dolorosa a causa de las traiciones
que ese ideal ha sufrido y de los crímenes cometidos en su nombre. (…) ¿Dónde
entonces encontrar la fuente de la verdad y la inspiración moral de un
humanismo socialista realmente científico sino en las fuentes de la misma
ciencia, en la ética que funda el conocimiento, haciendo de él, por libre
elección, el valor supremo, medida y garantía de todos los demás valores? Ética
que funda la responsabilidad moral sobre la libertad de esta elección
axiomática. Aceptada como base de las instituciones sociales y políticas, como
medida de su autenticidad, de su valor, únicamente la ética del conocimiento
podría conducir al socialismo (Monod, J., El azar y la necesidad, 1970).
La refundación de la izquierda pasa de forma necesaria por una determinación
autónoma del canon socialista, que debe romper con el pasado comunista,
socialdemócrata y anarquista, marxista o no, de inspiración religiosa
secularizada. Hay que despedirse definitivamente del cristianismo, ese
“platonismo para el pueblo” (Nietzsche). La tarea de erigir una genuina
sociedad socialista está por realizar, pero el socialismo pertenece a la
tradición europea fundada por los griegos, que en su día fuera desviada de
su destino por la institucionalización de una fe mistérica hebrea. Por este
motivo el socialismo habrá de ser, también, de forma necesaria, aunque en un
sentido espiritual, “europeo” en cuanto a los valores, no en cuanto a su
ubicación física. Esta exigencia de asumir las consecuencias últimas
de la laicidad constituye un postulado irrenunciable de la revolución
socialista de cuyo testimonio dará siempre fe el presente manifiesto.
Jaume Farrerons
La Marca Hispànica, 10 de agosto de
2011