Existe una sola manera en el mundo de ejercer como ultraderechista de tomo y lomo sin que te acusen inmediatamente de "nazi", a saber, como ultraderechista judío. La cosa resulta tan sabrosa que incluso puede suceder, y sucede de hecho a menudo, que a los nacionalistas radicales hebreos les califiquen de ultraortodoxos a fin de eludir la palabra "extrema derecha", la cual, en muchas mentes "progresistas", funciona como sinónimo de "asesinato" o, incluso, de "genocidio". En honor a la verdad, hay que reconocer que cada vez son más los periodistas que se atreven a romper el tabú y hablan de una "extrema derecha israelí", pero nunca van más allá, como si los extremistas étnicos judíos sólo detectáranse en Tel Aviv. Empero, algo es algo. En cualquier caso, ese concepto de "extrema derecha", la israelí, pocas veces equivaldrá semánticamente a racismo, a pesar de que el Estado de Israel sólo admite como inmigrantes a ciudadanos judíos de sangre, haciendo todo lo posible para expulsar de su tierra natal a los palestinos que la habitan desde tiempos inmemoriales. Así, en el año 1948 emprendieron la realización del Plan Dalet (que incluye el uso de la fuerza militar, del terrorismo y de la limpieza étnica) con el fin purificar su tierra, destinada, al parecer, al pueblo elegido por Dios, según mandato divino, como Franco. Y, en fin, la ONU calificó el sionismo de racismo, aunque luego, para más burla, rectificó a instancias de Bush (padre) sin explicar el porqué. Pero ésta es otra historia que requeriría, como poco, un post entero para narrarla.
La estelada comunista de camino hacia Jerusalén
La cuestión aquí es que esta exclusividad hebrea en el ultraderechismo "permitido" ha hecho soñar despiertos a muchos catalanistas. En efecto, se podía ser un ultra, cometer todas las atrocidades que habitualmente se atribuyen a los ultras (en muchos casos, aunque no siempre, con razón), pero salir moral y políticamente impoluto de la fechoría. Algo así no se podía dejar escapar, visto que la oligarquía catalana es una trama delincuencial dedicada de forma sistemática a perpetrar delitos y no descarta la opción del asesinato (véase Joan Cogul) para alcanzar sus objetivos de enriquecimiento y poder. De manera que los catalanistas oligárquicos -que lo son todos- analizaron la cosa y, con el permiso de los judíos, decidieron abonarse a una suerte de hebraísmo subsidiario.
Para ello, en primer lugar, tuvieron que olvidarse de las persecuciones antisemitas, que también han existido en Cataluña.
La oligarquía catalana, originariamente católica de conveniencia, tuvo que olvidarse también de que, bajo el gobierno del republicano Lluís Companys, la derecha catalana fue sometida a persecución y exterminio, hasta el punto de tener que esconderse bajo las faldas de Franco para salvar la vida. En la posguerra, derrotado el fascismo europeo, estos desagradecidos empezaron a ponderar la conveniencia de cambiar de bando, algo que sólo se atrevieron a convertir en tímida realidad cuando la dictadura estaba ya en las últimas y se evidenciaba cuál iba a ser el final del cuento, a saber: la muerte del Generalísimo, que pondría a los oligarcas catalanes, a las familias católicas ricas de Montserrat, en el lado de los perdedores y, por ende, en la puta miseria, una situación que no podían consentir, porque implicaba soltar el país -Cataluña- que tenían cogido por los cojones y no dejaban de exprimir, estos cabronazos, desde hacía siglos.
El pacto de la mentira
Así, fraguaron su impostura, a saber, el pacto con la izquierda catalanista (también burguesa) y su absorción como escudo de protección frente a las previsibles e inminentes turbulencias de la transición. Católicos de misa y marxistas de cátedra se sentaron a la misma mesa, a la hora del té, para perfilar la operación de blanqueamiento moral de los ricachos abonados hasta entonces a la dictadura. Esa fue su "oposición" al franquismo. Pujol, es cierto, se dejó encarcelar para expiar, en nombre de toda su casta, el vínculo con el "fascismo" y, finalmente, en poco tiempo, los palacetes de Pedralbes segregaron un extraño aborto ideológico que era una mescolanza de socialismo y cristianismo, con los "valores modernos" cristiano-secularizados como raíz común (tal como había denunciado Nietzsche, pero en un sentido positivo). Este pacto de la mentira es el origen de la Cataluña contemporánea. De la indignidad actual, vamos. Se denomina oasis catalán. Cuando se descubrió -hace poco, por cierto- que el comunismo había sido incluso peor que el nazismo, la derecha católica les devolvió el favor a los cristosocialistas oligárquicos (Maragall, PSC) obviando ciertas evidencias molestas, entre ellas la criminal persecución de los católicos y de los conservadores bajo la Segunda República.
La siguiente contorsión moral consistió en identificar el catalanismo con el antifascismo, es decir, en manipular la historia y girarla del revés, como un calcetín. A tal efecto, la propia oligarquía presentó en escena a los grupos de niñatos racistas que caracterizaron y caracterizan todavía el independentismo radical catalán de ideología marxista-leninista ortodoxa. Puro teatro de desfascistización perpetrado por hijos de la zona alta de Barcelona y algún acomplejado de apellido castellano que quiere ganarse así un pedigrí de pureza nacional. La impostura, empero, cuajó. Su bandera: la estelada, es decir, una estrella roja comunista plantificada en medio de la catalana senyera de siempre. El significado de ese símbolo, totalmente ajeno a Cataluña pero vital para la blanquear el nacionalismo ultraderechista, racista y reaccionario de nuestra repugnante oligarquía es claro: Cataluña se opone a España porque España significa "el fascismo", con el que entronca a través del régimen franquista, aliado de Hitler. Visto que Cataluña fuera reprimida por Franco, el catalanismo está en el lado correcto de la vida, es decir, en el de las "víctimas del holocausto"; y su nacionalismo es un equivalente del judío. Tenemos, además, el libro de Montserrat Roig Els catalans als camps nazis... Un nacionalisme defensiu, lo llaman, y con tal sutil distinción quieren decir: un nacionalismo al que se le debe dar cancha e impunidad frente al nacionalismo español, que es "ofensiu" y, por ende, ha de ser estigmatizado como "nazi" (de ello se encarga TV3). Que Franco o Mussolini salvaran el pellejo de muchos judíos no importa. Que ellos mismos, o sus padres o abuelos, fueran amparados por el bando nacional como católicos perseguidos por la "bestia roja", tampoco importa. Estos pequeños detalles y otros pueden dejarse de lado ante el esplendor del oro que, ya a distancia, promete la utopía independentista en provecho de las 200 familias oligárquicas catalanas.
Jueus de España
No pocos catalanistas se dedican a explotar el filón hebreo repitiendo allí donde les dejan que los catalanes somos los judíos de España, algo que antes era un insulto popular pero que ahora, con la tortilla ya girada, puede convertirse en el punto de partida de un poderoso negocio político. Detalles: hasta el propio Duran i Lleida imparte conferencias y mítines arropado por una inmensa estelada. Él, un derechista convicto y confeso, perora bajo un símbolo marxista (el de Terra Lliure) sin inmutarse.
En Israel, el ultraderechismo antifascista funcionó para montar un Estado racista, criminal y genocida, ¿por qué no aquí? ¿No se trata de "limpiar" el país de castellanohablantes como los sionistas limpian Israel de palestinos? Sin embargo, los ultras españoles y de otros países se han quedado hace ya tiempo con la copla y empieza a ser moneda corriente levantar banderas de Israel en manifestaciones contra las mezquitas. La bandera israelí opera como un objeto mágico que ahuyenta los malos espíritus periodísticos. Basta ser católico para disfrutar de muchas cosas en común con el judaísmo, empezando por ese antisemitismo, alimentado durante siglos por la Iglesia romana, que los propios sionistas atizan como necesario combustible reactivo de sus ardores patrióticos.
¿Y la verdad, la objetividad, etc.? La memoria y la decencia son cosas molestas que se pueden dejar por el camino. Y en esto nuestros abyectos catalanistas tienen a quien parecerse aunque su inanición no sea tan humillante como la de los dirigentes españolistas y, por lo tanto, no estén tan justificados en su impostura filosionista. Pero el hombre, permítasenos incurrir en este lugar común, es un ser insaciable, nunca nos conformamos con lo que tenemos.
La oligarquía catalana vive muy bien al abrigo de las instituciones autonómicas, que constituyen para ella (no para los ciudadanos) una fuente de riqueza y estatus considerable, asegurada además para siempre, si saben administrarla. Pero quieren más y van a provocar un problema grave. Lo sé. Necesitan subjetivamente controlar el país y sacarle hasta la última gota de sangre. Tienen que ajustar cuentas, pero no con España, sino con los catalanes desafectos a la mafia catalanista, que eso es, en el fondo, el catalanismo: el control vindicativo de la población autóctona. A tal efecto, han de hacer uso de un nacionalismo excluyente, ultraderechista pero políticamente correcto. Israel es el modelo y el antifascismo hipócrita de estos fariseos, racistas y, ayer, franquistas y antisemitas, se apunta como extemporáneo marchamo de legitimidad, slogan permanente que repetirán hasta el hartazgo allí donde les escuchemos rebuznar.
Jaume Farrerons
La Marca Hispànica
17 de diciembre de 2009
La Marca Hispànica
17 de diciembre de 2009
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