El hecho más importante de la historia es el mismo de la biología, es que el hombre se muere como todos los demás seres vivos.
Este tremendo hecho, más que ningún otro, determina todo el sistema de las cosas humanas. Desde cierto punto de vista, la historia es su producto y las civilizaciones su forma.
Detrás del molino de viento y de la máquina de vapor, en la hazaña de los héroes y en el fondo de las ideologías, más poderosa que la geografía, la que ha determinado la historia de los pueblos es la actitud ante la muerte, que es la base de la concepción de la vida.
Todo deriva de allí. Todo lo demás es consecuencial. Es fácil advertir que cuando un inglés del siglo XVIII se pone a inventar la máquina de vapor sin que en todos los siglos anteriores nadie lo hubiera hecho, no es porque estuviera animado de un talento mayor, ni que tampoco dispusiera de conocimientos más completos que los hombres de épocas anteriores. Es tan sólo que en aquella hora, para él, nada había más importante que la industria y la energía motriz, que el mundo y que la vida mundana. En tiempos anteriores los hombres de su capacidad escribían la Summa theologica o La imitación de Cristo, se retiraban a un monasterio, se iban a pelear contra los infieles o se ponían a levantar una pirámide inerte, porque para ellos, lo único importante era la muerte.
Lo que verdaderamente difiere entre ellos es la actitud ante la muerte. Unos no saben sino que van a morir y otros no quieren acordarse de que van a morir.
En la sucesión de las verdaderas épocas históricas no hay otra cosa que épocas de muerte presente y épocas de espaldas a la muerte. Eso es lo que señala los tiempos, lo que bifurca las civilizaciones, lo que, en definitiva, determina que haya o no eso que algunas veces se ha llamado el progreso humano.
La diferencia entre la Antigüedad Clásica y la Antigüedad Hebrea no es sino la actitud ante la muerte. El gran cambio que el cristianismo trae al mundo occidental no es sino el de la actitud de la muerte. Lo que fundamentalmente distingue al cristianismo del paganismo es el memento mori. Lo más de la Edad Media es un tiempo de muerte presente, y la novedad del Renacimiento es la evasión del espíritu europeo de la contemplación de la muerte.
No es que los paganos o los renacentistas ignoraran enteramente que habían de morir. Sino que pensaban lo menos posible en ello. Era una impresión de terror que había que olvidar. Que había que olvidar en el arte, en el amor, en las elucubraciones mundanas del derecho, en la invención de máquinas, en los árboles, los desnudos y la música del concierto campestre. Para Anacreonte y Horacio el recuerdo de la muerte no era sino un estímulo para gozar del placer, y por eso, su lejano vástago Ronsard se vuelve hacia «las rosas de la vida» y predica el desprecio a la muerte.
La presencia cristiana de la muerte en Occidente, o lo que pudiéramos llamar la conquista de Occidente por la muerte, llega a su culminación en el siglo XV. Pero es una culminación tan patética como transitoria. Pronto vienen el Renacimiento y la Reforma a sacar al europeo de la cripta fúnebre. Una rebelión de la vida (arte y moral) contra el reino de la muerte.
Cuando esa gran crisis, ese suceso de incalculables consecuencias ocurre en Europa, España es la única nación que no altera su contemplación de la muerte, es decir, su concepción de la vida. Esa es la verdadera esencia de la Contrarreforma. España permanece. Tampoco su muerte había sido nunca enteramente igual a la del resto de Europa. Ni aún en el siglo XV.
Desde el Renacimiento en adelante la civilización occidental le vuelve la espalda a la muerte. Tiende a transformar la religión trascendente en moral, y la vida en fruición, ciencia y poderío. Lo que en gran parte ha resultado en una historia de terribles fracasos. Acaso por eso mismo hoy los occidentales empiezan a asomar el rostro hacia aquella lejana frontera, ya casi olvidada. Eso que llaman el nuevo espiritualismo, el nuevo idealismo, no es otra cosa, si es algo, que el comienzo de una nueva actitud ante la muerte. O el regreso a una vieja actitud.
Sería de nuevo el aprendizaje de la convivencia con la muerte. Algo ya muy olvidado. Acaso habría que ir a aprenderlo del único pueblo de Occidente que ha conservado ese arte supremo. Ese Ars moriendi tan complejo. Habría que irlo a aprender a España, porque España es la única frontera occidental del reino de la muerte.
Lo esencial del sentido de lo hispánico es la presencia de la muerte. Pero una presencia en la que no hay ni angustia, ni alegría, ni evasión, sino que se refleja en una mesura y en un tono peculiares de las cosas y las gentes españolas. Es fácil verlo.
Lo que más asoma en los iberos de Estrabón es ya ese patetismo sombrío pero sereno, violento pero sin amargura. El mismo que va a asomar luego en el arte, en la literatura, en la fiesta de los toros.
En el momento en que parece más absoluto en Europa el imperio de la muerte, en el propio siglo XV, la actitud española es diferente. Y es porque es una tradición de la raza y no una moda. Tal es la esencia de eso que se llama el senequismo tradicional hispánico, o el sentimiento senequista-cristiano.
Dicen los eruditos que en esa gran hora de la muerte en el siglo XV en Europa, se notan tres rasgos fundamentales que la caracterizan: una añoranza elegíaca de los grandes desaparecidos que es el repetido tema del ubi sunt. ¿Dónde están los Papas y los Emperadores de otros tiempos? ¿Dónde las hermosas princesas y los caballeros valerosos? Se fueron como «las nieves de antaño» dice Villón, o como las «verduras de las eras» dice Jorge Manrique.
A esta impresión delicada y nostálgica viene a añadirse otra más chocante y brutal: la de la corrupción cadavérica, la del hermoso cuerpo comido de gusanos y tornado en horrorosa podredumbre. Algunos han advertido en el fondo de esta actitud desesperada una concepción materialista, que se subleva ante la idea de la caducidad y la destrucción de la belleza. Pero lo que fundamentalmente implica es una invitación al arrepentimiento. Equivale a poner ante los ojos de quienes no piensan en ella uno de los aspectos más repugnantes de la muerte, pero para invitarlos a la vida beata. Y ése no era precisamente el caso de nuestros españoles.
En el cementerio medieval de los Inocentes, en París, estaba representado a lo vivo y con truculenta ingenuidad este tema. Había un deseo de impresionar a los diferentes mundanos. Eso es lo que vino a llamarse lo macabro. Lo macabro es la presencia de la muerte donde no se la espera, donde se espera la alegría o la belleza, en una forma inusitada revestida con el tocado de la doncella o con la risa del doncel. En este sentido lo macabro no es español. No tiene la muerte manera de presentarse de un modo inesperado o insólito a un alma verdaderamente española.
El último de los rasgos, que viene desde los clásicos, es el de la igualdad ante la muerte. Pero, ahora en el siglo XV, tratado en la zarabanda plástica de la Danza de la muerte. Nace en Francia esta danza y llega tarde a España. La muerte, al compás de su baile, va invitando a todos a seguirla. Al rey, al arzobispo, al menestral, al caballero. Hay más miedo de morir en la danza francesa y hay más miedo de perder su alma en la española. Es en los versos franceses donde el lastimoso acento se queja de la condición mortal:
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Estos rasgos no convienen sino de un modo relativo a la concepción española de la muerte. La misma concepción de la muerte como una entidad abstracta repugna a lo español. El español no piensa en la muerte, sino en su muerte. Su visión no es la de la danzarina que va incorporando a todos a su multitudinaria danza. Cada hombre tiene su muerte. La suya. La de su soledad. La que con él anda siempre. La que le es propia. Y a esa no ha hecho toda su vida sino acostumbrarse a sentirla. A acompañarla sin alegría y sin tristeza, pero sin olvidarla una hora.
En su refranero está lo esencial de su actitud. Sabe vivir con ella: «Al que teme la muerte el panal le sabe a hiel». La espera sin sobresalto: «Ven muerte pelada, ni temida ni deseada». Y no se engaña: «Hasta la muerte nadie es dichoso». Y por eso lo que teme no es ser de pobre vida («Del rey abajo, ninguno»), sino ser de «mala muerte».
Eso es lo mismo que está en las formas superiores de su expresión artística. Una actitud de desengaño. De fortaleza. Que es lo contrario de lo elegíaco.
La nota elegíaca no es española. El mismo Menéndez y Pelayo lo señala al hablar de Jorge Manrique. Lo elegíaco en las Coplas es en mucha parte retórica prerrenacentista. Lo español tradicional es el sereno cuadro final en el que el Maestre muere de su muerte.
Lo español es el ánimo igual, la fortaleza. Gómez Manrique lo deja dicho con mucha claridad al hablarnos de: los «grandes varones, los quales pasaron con gestos yguales, triunfos, plazeres, angustias e males... cuya fortaleza jamás se mudaba».
Con esos «gestos yguales» se vive con la muerte y se muere. No con terror, ni con desesperación. No con dramático arranque de arrepentimiento. El Marqués de Santillana se encarga de aclararnos el sentido de esa serenidad, cuando nos dice: «quien su vida llora, poco sabe desta vida».
Esos «gestos yguales» son el rito de la muerte española y caracterizan las mayores expresiones de su sentimiento de la muerte: el transfigurado coro que entierra al Conde de Orgaz, sin casi verlo; el displicente empaque con que el Doncel de Sigüenza lee su libro desengañado; el prodigioso destino de don Juan de Tirso; y el gran arte popular de las corridas de toros, coreografía insuperable del «gesto ygual» en presencia de la muerte.
Es un sereno y desengañado menosprecio de lo mundanal. Elevarse sin ascetismo y gustar sin fruición. Ni olvidar, ni afligirse. Estar de pie sobre la roca firme de la verdad. Mirarse rodeado de lo perecedero y lo transitorio. Esa es precisamente la esencia de la virtud más elogiada y solicitada de los españoles de la época grande: la discreción. La discreción es la forma social del concepto hispánico del individualismo, la soledad y la muerte. Ese es el fondo del saber vivir y morir que Pero Díaz elogia en el Marqués de Santillana con el nombre transparente de «la clara virtud». Esa es la paciencia española. Todo es mudable y perecedero, y estamos para sufrir, trabajar y morir, pero nada debe sorprendernos ni descomponernos. Nada, en ningún momento, puede apartar de nosotros la muerte, y nada, como decía Medina a Juan de Mena, de «quanto aquí vees, non val un cornado». Eso es lo que los moralistas llaman el estoicismo hispano, y lo que en el iluminante lenguaje de la tauromaquia se llama exactamente: «aguantar».
Ilustrar con ejemplos la impresionante permanencia de este concepto sería lo mismo que hacer desfilar todo el arte, toda la literatura, todas las formas profundas de la vida española. Desde su catolicismo hasta su cocina. Desde el romancero hasta la poesía mística. Desde los juegos infantiles hasta el Gran teatro del mundo y La vida es sueño de Calderón. Y eso es lo que explica el teatro del Siglo de Oro y la conquista de América. Y ese es el impresionante parentesco que hay entre todos sus hombres verdaderos: Cortés, Íñigo de Loyola, Cisneros, Lope de Aguirre, Don Quijote. La superficial diferencia, como lo sabía Don Quijote, es que unos peleaban a lo divino y otros a lo humano.
Por eso su vida, su religión y su arte han llegado a alcanzar en horas insignes, una unidad insuperable. Los une el concepto esencial de la muerte.
El catolicismo español no es una religión para la vida, una gimnasia moral para disminuir el pecado, ganar respetabilidad social y tranquilidad de conciencia, es sobre todo una religión para la muerte, para vivir muriendo. De allí su invencible repugnancia hacia el protestantismo, que, en cierto modo, es la religión reducida a una ética de la vida práctica, a una salud moral.
Y su arte, que es ciertamente el barroco, es el arte de la unidad de su vida, de su religión y de su muerte. El barroco es el arte del que mira al mundo como embeleco, y para quien lo mundano es apariencia, engaño y forma vana. Un jugar con las formas desengañadamente. La verdad esencial es otra, y la conocemos, pero éste no es sino el juego o el arte del desengaño.
Sola ha estado España hilando su vida con la sombra indeleble de la muerte. Sola, mientras los otros pueblos se embriagaban de lo transitorio. Pero esta gran crisis de valores que viene atravesando trágicamente (o acaso cómicamente) el mundo occidental, y que se manifiesta en el renacer de olvidadas actitudes espiritualistas y trascendentales, puede anunciar el advenimiento de un nuevo tiempo de presencia de la muerte. Eso que algunos se han atrevido a llamar una nueva Edad Media.
Para esa vuelta, la frontera española del reino de la muerte es la única que queda abierta, y la palabra de los grandes tratadistas españoles de la muerte.
Allí toparán con el gran doctor de la muerte española, que es don Francisco de Quevedo. Hombre de tanto sentir y de tanto entender. Y darán con su gran tratado sombrío: Los sueños. Y en Los sueños, la expresión matriz de «La visita de los chistes».
Lo esencial de lo que España ha dicho y tiene que decir al mundo está en esas palabras, incompatibles con la velocidad, inconciliables con el progreso material, contrarias al capitalismo y al socialismo:
La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte: tiene la cara de cada uno de vosotros, y todos sois muertes de vosotros mismos. La calavera es el muerto y la cara es la muerte; y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo, y los huesos es lo que de vosotros deja la muerte y lo que le sobra a la sepultura. Si esto entendiérades así, cada uno de vosotros estuviera mirando en sí su muerte cada día y la ajena en el otro; y viérades que todas vuestras casas están llenas de ella, y que en vuestro lugar hay tantas muertes como personas; y no la estuviérades aguardando, sino acompañándola y disponiéndola. Pensáis que es huesos la muerte, y que hasta que veáis venir la calavera y la guadaña no hay muerte para vosotros; y primero sois calavera y huesos que creáis que lo podéis ser.
COMENTARIO DE JAUME FARRERONS
Por supuesto que nosotros no compartimos lo que aquí se pretende o, mejor dicho, la interpretación, pero sí la centralidad del fenómeno mismo. En otros términos: rechazamos la totalidad de lo expuesto con la excepción de una cuestión: la importancia atribuida a la muerte y la vinculación de España con una "cultura de la muerte". Sin embargo, para el cristiano como cristiano, precisamente, la muerte no existe. El cristianismo ha trivializado la muerte y la ha convertido en moneda de cambio en el contexto de una relación mercantil con el dios Yahvé, prestamista metafísico de la vida eterna. Pretender que los paganos ignoraban la muerte es, por decirlo suavemente, no haberse leido en la vida una tragedia griega. Para los paganos, empero, morir era cosa seria, cosa de verdad, quizá por ello muchos optaron por rehuirla o intentaron pensar en otra cosa. El cristiano, en cualquier caso, jamás supo de la muerte o de la finitud radical; su mente estaba obsesionada sólo por la salvación individual del propio yo y, a una con ello, por la amenazante posibilidad de pasarse en el infierno o en el purgatorio un buen trecho de la eternidad. La nada no aparece por ninguna parte. La muerte, en España, como casi todo, es algo miserable. Pero ahí está, al menos, como signo devaluado, deformado, de la verdad original.
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